Caricias de hielo (Psy-Changeling #3)(92)



Brenna extendió los dedos sobre la camisa de Judd.

—No me viste.

—No. —Al menos en eso podía decirle la verdad.

Ella asintió, como si aceptase su explicación.

Judd la besó en la oreja.

—No más lágrimas. Jamás.

—Lo lamento, corazoncito, pero soy una loba. Somos temperamentales… vete acostumbrando.

—Eso no. Acepto que me llames cari?o e incluso cielo —dijo Judd sintiendo que algo en su pecho se distendía al ver que volvía a ser ella misma—, pero jamás corazoncito.

—?Pastelito? —frotó la cara contra su pecho.

Judd tomó prestada una de las frases que Andrew solía decirle a su hermana.

—Ahora estás siendo mezquina.

Ella se rió y aquel fue el mejor sonido que Judd había oído en toda la vida.

Judd llegaba tarde a su reunión con índigo, se había retrasado aún más tras llamar a Riley para avisarle de que Brenna estaba sola, pero le importaba muy poco. Lo único importante para él era que la hiena capturada había supuesto un peligro para Brenna; su sentencia de muerte ya estaba firmada.

índigo le estaba esperando fuera de la sección afectada de la caba?a, su aliento formaba nubes de vaho en el gélido aire.

—Creía que no ibas a llegar nunca.

—?Dónde está?

—Dentro. Macho, del clan de los PineWood; controlan una diminuta porción de Arizona. —Su negro cabello recogido en una cola de caballo se agitó cuando meneó la cabeza para se?alar la puerta—. No quiere hablar. Por eso te he llamado. Las hienas suelen quebrarse bajo presión. Son carro?eros, no depredadores.

Carro?eros: aquellos que se aprovechaban de los débiles y los indefensos. Si Brenna se hubiera caído, las hienas la habrían atacado ferozmente. Desvió la mirada hacia las ventanas de la estructura de madera que estaba detrás de índigo, buscando con sus sentidos el desconocido aroma mental del cautivo. Las ganas de aplastarle el cráneo eran abrumadoras, tanto que la disonancia le advirtió que retrocediera. Judd le hizo caso porque el cautivo no podía morir. Aún no.

—Si son unos cobardes, ?de dónde saca este las agallas?

—Hay alguien que le da más miedo. —La voz de índigo no sonaba complacida—. Y eso que la gente suele ponerse a rezar en cuanto me ve.

—Crees que se trata del Consejo. —Eran unos monstruos, el hombre del saco, la más absoluta oscuridad. Y sabían esperar. Del mismo modo que una ara?a sabe esperar.

—Claro; no puede tratarse de otro clan. —Se frotó las manos enguantadas—. Si fuera así, ya habría cantado como un canario.

—?Tiene los ojos vendados?

Si por alguna razón que en esos momentos no acertaba a imaginar Judd dejaba vivir al cambiante, no podía permitir que se convirtiera en una amenaza para la familia. Por supuesto, dado que Judd sabía que no era racional en lo que a Brenna se refería, las posibilidades que tenía la hiena de salir de allí con vida eran prácticamente nulas.

índigo asintió.

—Se los he vendado cuando he oído acercarse tu vehículo.

—Conseguiré que hable.

índigo asintió de nuevo y acto seguido le condujo al interior de la caba?a. La hiena estaba sentada en una silla en medio de la estancia, con el miedo reflejado en la película de sudor que le cubría la cara. Al verlo, Judd miró a índigo.

—Tienes razón. —De otro modo, nadie tan aterrado como aquel cambiante habría aguantado tanto tiempo, no con cuatro lobos en la habitación: índigo, D'Arn, Elías y Sing-Liu, la lanzadora de cuchillos.

La hiena era delgada y de piel cetrina. Tenía el cabello negro junto con una ridícula perilla del mismo color. Eso último era un patético intento de ocultar un mentón tan débil que era un milagro que no se hubiera orinado encima. Tenía los ojos vendados con una tira de tela marrón oscuro, pero Judd no necesitaba verlos para saber que el pánico le dominaba.

Se acercó para colocarse detrás de la hiena y le puso un solo dedo contra la sien.

—?Qué parte de tu cerebro es la que menos te gusta? —No tenía que tocar para actuar, pero las pantomimas resultaban útiles. Así como la presión mental que ejercía, cuya sensación debía ser la de una tenaza cerrándose lentamente alrededor de la cabeza de aquel tipo.

La hiena ahogó un grito, pero no habló.

—Entonces destruiré la parte que yo mismo elija —dijo Judd, haciendo que su voz sonara acerada como la de un psi.

A pesar de que solo unos momentos antes había pensado en el peligro al que Brenna había estado expuesta, no estaba disfrutando con aquello. Tan solo era algo que había que hacer. Los depredadores y los carro?eros únicamente respetaban la fuerza bruta. Los cambiantes no se diferenciaban tanto de los psi a ese respecto.

La reacción de la hiena fue sorprendente. Las lágrimas resbalaron por debajo de la venda.

—?Vosotros no estuvisteis allí! —gritó—. ?No estuvisteis allí, joder!

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