Caricias de hielo (Psy-Changeling #3)(56)
Rompiendo el contacto visual, Brenna abrazó a Marlee durante unos segundos más empapándose de su generosa empatia infantil.
—Gracias —le dijo cuando puso fin al abrazo.
Los deditos de la ni?a comenzaron a enjugarle las lágrimas.
—?Quieres jugar conmigo?
Brenna miró a Walker.
—Si a tu padre le parece bien.
—Diez minutos —repuso Walker—. Hace rato que tenías que estar acostada.
Marlee exhaló un suspiro tan pesaroso que Brenna se sorprendió esbozando una sonrisa.
—?Sabes qué? Me pasaré por aquí para jugar contigo en otro momento.
Eso dejó satisfecha a Marlee y, diez minutos más tarde, Brenna se despidió y fue a buscar a Hawke. En cambio se tropezó con Riley. Su hermano le confirmó alegremente que Judd no había regresado a la guarida.
—Para empezar, no deberías estar rondándole.
—No empieces. Y no le estoy rondando.
Aún estaba cabreada porque la había abandonado. Ahora él había echado sal en la herida al no molestarse en regresar para que pudiera arrancarle la piel a tiras. Así era como se luchaba. Desaparecer era una se?al de agresión y desinterés.
?Vale.? Si eso era lo que quería, había montones de peces en el mar.
Brenna se fue de pesca. Ya era hora de volver al juego.
Judd despertó oliendo a flores y oyendo el canto de un coro de sopranos. Se quedó tumbado en la cama y escuchó durante varios minutos mientras llevaba a cabo una comprobación de sus sentidos. Todos los canales mentales y psíquicos estaban abiertos y funcionando a pleno rendimiento. Satisfecho, bajó las piernas de la cama y se levantó para disponerse a realizar una serie de ejercicios de estiramiento con el fin de poner a prueba todos los grupos musculares de su cuerpo. El veredicto fue indiscutible: estaba en pleno funcionamiento.
Tras despojarse de los calzoncillos, se metió en la diminuta ducha que tenía a su izquierda. Una vez limpio, se puso los pantalones y el jersey que se había quitado antes de desplomarse el día anterior. La chaqueta estaba en el coche, donde la había dejado. Cuando abrió la puerta y salió al pasillo de la parte posterior de la iglesia, se quedó impactado por la cristalina claridad del coro.
Los psi habían perdido la capacidad de reproducir esas notas después del Silencio, pues sus voces carecían de inflexión, de vida. Pero como su raza no escuchaba música, no se consideraba una pérdida. Hoy en día Judd sabía que eso era mentira; sí que suponía una pérdida, una gran pérdida. El hecho era que podía comprender que la autenticidad y la belleza de lo que escuchaba era otra se?al de advertencia que decidió ignorar.
El padre Pérez salió de otro cuarto al final del pasillo.
—Ah, estás despierto —le dijo con expresión pensativa—. ?Te encuentras bien? Cuando llegaste parecías exhausto.
Judd había logrado llegar a la habitación libre y cerrar la puerta con llave.
—Estoy bien. Gracias por la cama. —Y por no hacer preguntas.
—?Para qué están los amigos? —Pérez sonrió—. ?Te apetece comer algo? Llevas inconsciente… —Echó un vistazo al reloj— cerca de veinte horas.
—Me… —Estaba a punto de decir algo cuando una sensación de apremio surgió de repente en su cerebro. Tenía que regresar… junto a Brenna. Antes de que fuera demasiado tarde—. Tengo que irme.
Dicho eso, pasó corriendo junto al párroco y salió de allí.
El coche le estaba esperando en el garaje interior adjunto, con las pilas de combustible recargadas durante su recuperación. Resultaba tentador subirse y marcharse sin demora, pero pasó diez minutos revisando exhaustivamente el vehículo en busca de dispositivos de rastreo. Los SnowDancer estaban obsesionados en lo relativo a mantener su guarida en secreto; su brazo tecnológico había perfeccionado incluso dispositivos antisatélites espía antes de que el primero de estos hubiera alcanzado una órbita estable.
Judd estaba de acuerdo con su postura. Los enemigos no podían atacar lo que no eran capaces de ver. No haría nada para poner en peligro la seguridad de los lobos porque eso haría peligrar la seguridad de Brenna. Y eso era algo inadmisible.
Cuando aparcó el coche en el garaje subterráneo de la guarida, la alarma en el cerebro de Judd se había vuelto crítica. Había echado a correr a toda velocidad en cuanto sus pies tocaron el suelo y llegó a los apartamentos de la familia Kincaid en menos de un minuto.
La puerta estaba abierta.
Al entrar se encontró con Riley, Andrew, Hawke y Greg, un lobo que Judd sabía que era violento e intolerante, de pie en el salón. Greg tenía varias laceraciones en el rostro que no dejaban de sangrar y Andrew presentaba un buen número de cortes en el antebrazo izquierdo.
—?Dónde está?
Los cuatro hombres se volvieron para mirarle. Andrew le mostró los dientes.
—?Lárgate de aquí! ?Los tuyos tienen la culpa de que ella esté así!
Judd miró a Greg a la cara.
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