Caricias de hielo (Psy-Changeling #3)(34)



Aquel artículo hacía referencia a los primeros experimentos con perros de un científico llamado Pavlov, así como a diversos documentos posteriores que ampliaban su teoría. Judd no fue capaz de procesar todos aquellos documentos, pero había encontrado suficiente información para confirmar sus sospechas… y comprender que su Consejo le había adiestrado del mismo modo que se adiestraba a un perro. Si quemas a un perro unas cuantas veces, el animal comenzará a temerle al fuego. Asusta a un ni?o cada vez que ríe y aprenderá a no sonreír siquiera. Era una ecuación deshumanizada, pero que Judd no podía permitirse el lujo de romper. Por muy tentado que se sintiera.

—Brenna, debes parar —le dijo al cabo de unos minutos que parecieron eternos; sus sollozos se habían transformado en un llanto agónico y doloroso—. Para o te harás da?o. —La estrechaba con tanta fuerza que le sorprendía que pudiera respirar. Pero en lugar de quejarse, ella le clavó los dedos en la espalda, reforzando aún más la conexión—. No más lágrimas.

La brusca orden no surtió efecto. Jamás la había visto tan afligida. Durante las sesiones curativas se había mostrado como una criatura furiosa, feroz, que se negaba a rendirse, a dejar que Enrique ganara.

Encontró la respuesta en ese recuerdo, luego agachó la cabeza hasta que le rozó la oreja con los labios mientras hablaba:

—Superarás esto igual que has superado todo lo que él te hizo. No estás tullida, ni ahora ni nunca. —Y mataría a cualquiera que dijese lo contrario—. Has sobrevivido una vez y seguirás escupiéndole a la cara sobreviviendo una y otra vez.

Brenna se quedó paralizada al oír aquellas palabras tan inesperadas. Al principio, la voz de Judd no era más que un sonido difuso, pero ahora era un frío y nítido sostén que acalló su llanto sin concesiones. No asimiló que aquellas palabras procedieran de un psi, solo que era Judd quien las había dicho, el hombre que la tenía entre sus brazos, tan firmes como dos bandas de acero.

Frotó la mejilla contra la suave lana del jersey negro de cuello vuelto mientras escuchaba el regular latido de su corazón.

—Siento haberme desmoronado delante de ti.

Había estado manteniendo la compostura a base de pura tozudez durante tanto tiempo que cuando él la había tocado, rompiendo la sempiterna barrera de la reserva psi condicionada, todo había salido atropelladamente en una agónica avalancha emocional.

—Es comprensible. —No eran las palabras afectuosas que habría empleado un cambiante, pero a ella le valían. No necesitaba que la trataran con dulzura. Necesitaba lo que Judd le había dado con aquellas escuetas palabras susurradas al oído: la inquebrantable creencia de que iba a superarlo—. ?Quieres pasar? —le preguntó—. Puedo encender la chimenea.

Ella sacudió la cabeza.

—Preferiría pasear por aquí un ratito. Podríamos ir a por mi mochila.

—No vas a quedarte. —Judd la soltó y dio un paso atrás.

Brenna se frotó la cara preguntándose hasta qué punto tenía un aspecto horrible; llorar le sentaba fatal.

—Sí, me quedo.

Aquellos profundos ojos casta?os parecieron oscurecerse hasta volverse completamente negros.

—No hay razón para que estés aquí. No puedo cumplir con mi obligación si tengo que hacer de ni?era.

Notó que tenía los ojos hinchados cuando los entrecerró para mirarle.

—Buen intento, pero no puedes cabrearme para que me marche. —De pronto comprendió otra cosa: que Judd hacía enemigos para que así nadie intentara acercarse a él—. Puedo realizar las patrullas contigo.

—Esto queda fuera de toda discusión —declaró, con tal arrogancia que le recordó a Hawke y a sus hermanos. Genial. Era sencillamente genial—. Voy a llevarte hasta tu vehículo y vas a regresar a la guarida.

—A menos que tengas planeado utilizar el control mental conmigo, eso no va a pasar. —Le estaba mirando mientras hablaba y, gracias a eso, vio que algo muy oscuro y muy peligroso cobraba vida en aquellos ojos con motas doradas.

—Soy muy capaz de hacerlo. —Una advertencia, una amenaza.

Actuando por instinto, Brenna le posó la palma de la mano sobre el pecho.

—?A mí? —él no respondió, y esa fue su respuesta—. ?Por qué permites que yo cruce barreras que no dejas que nadie más cruce?

Sin duda aquello significaba que albergaba ciertos sentimientos hacia ella.

—Enrique era uno de los míos. Y te hizo da?o.

—?Culpa? ?Es por eso? —Sintió que se le encogía el estómago.

Judd la aferró de la mu?eca convirtiendo aquella desagradable sensación en algo más ardiente, más sensual.

—No siento culpa. No siento nada. —Rodeado de nieve y hielo, aquel hombre parecía una negra sombra. Pero su mano era delicada con ella.

Brenna sonrió recobrando la confianza.

—Me quedo.

—Voy a llevarte de regreso ahora mismo.

—Daré media vuelta en cuanto te marches. —Sentía un hormigueo en la piel allí donde él la sujetaba; los dedos de Judd eran fuertes, y su piel eróticamente áspera. Brenna se preguntó cómo sería notar aquella mano acariciándole otras zonas más suaves. Sintió que le ardían las entra?as—. Si no sientes, ?por qué te molesta tanto mi presencia?

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