Caricias de hielo (Psy-Changeling #3)(25)
Las alarmas se dispararon a su espalda seguidas por el sonido de los sistemas de aspersión al activarse. Eso no representaba ninguna amenaza. Lo había planeado de modo que la onda expansiva volara una sección clave sin tener que depender del poder destructivo del fuego. Si los explosivos habían funcionado como debían, no quedaría nada que pudiera salvarse en ese cuadrante. Y no tenía duda de que funcionarían… al fin y al cabo, había sido entrenado por el mismísimo consejero Ming LeBon.
9
Los guardias no percibieron su cuerpo difuminado mediante sus poderes telequinésicos cuando se deslizó justo por su lado y se adentró en la oscuridad de la tranquila calle a las cuatro de la madrugada. El Consejo había hecho una minuciosa valoración y ubicado ese laboratorio en un área suburbana basándose en la creencia de que allí, entre civiles, no sería descubierto y atacado. No deberían haber sido tan ingenuos.
Tras fundirse con las sombras de la calle de enfrente, comprobó los edificios a cada lado del laboratorio dispuesto a erigir un escudo telequinesico a fin de garantizar la seguridad de los mismos; pues, a diferencia del Consejo, el no consideraba a las víctimas humanas como da?os colaterales inevitables. Su precaución resultó innecesaria. Ni siquiera una chispa había escapado de los confines del recinto que era el objetivo.
Un golpe perfecto.
Unas luces comenzaron a parpadear a uno y otro extremo de la calle al tiempo que el personal de seguridad salía en tromba del recinto buscando un rastro que se había enfriado en cuanto él se había marchado. Habían tardado al menos veinte minutos en reaccionar. Menudos chapuceros. Quienquiera que estuviese dirigiendo aquel grupo operativo se había vuelto un engreído gracias a que durante más de un a?o nadie había sido capaz de detectarlos.
Era justo la reacción con la que Judd y el fantasma habían contado.
Satisfecho, echó un último vistazo a las llamas que se iban consumiendo rápidamente y dio media vuelta para atajar atravesando el oscuro patio trasero de una casa familiar. Mientras se movía por el jardín y esquivaba el columpio, la oscura ventana del segundo piso atrajo su atención. Aquella era la habitación de un ni?o, un muchacho mitad humano, mitad cambiante, con más energía que coordinación. Judd le había visto varias veces durante sus visitas para explorar el área.
La presencia del ni?o había hecho que el laboratorio secreto al otro lado de la calle fuera una obscenidad aún mayor. Porque lo que había estado perpetrándose en ese lugar tenía como objetivo destruir la mente y la vida de otros ni?os como aquel. La luz del cuarto se encendió al fin cuando Judd escaló la verja trasera con una agilidad que hasta un gato habría envidiado, y aterrizó en un patio todavía más oscuro. Esa casa estaba vacía y seguiría estándolo durante varios días. Judd había hecho los deberes.
Desactivar la cerradura con alarma apenas le llevó quince segundos. Una vez dentro, se apoyó contra la puerta y no avanzó más allá. Esa gente no le había invitado y no iba a violar su refugio. No obstante, cuando intentó relajar el cuerpo y la mente sin quedarse dormido —un truco que todos los soldados aprendían pronto— descubrió que no era capaz de hacerlo. Sentía una presión en la parte posterior del cráneo, una fuerte opresión que podría haber tomado por un intento de penetrar en sus escudos si no fuera porque parecía proceder de su propia mente.
Revisó de nuevo su armadura básica contra los ataques psíquicos. No había fisuras. Estaba a punto de ahondar cuando la presión cesó de repente. Incapaz de seguir su origen, achacó el problema a la falta de sue?o y puso la mente en modo descanso y reparación. Su concentración era tan grande que no era de extra?ar que se le pasara por alto la reveladora firma de aquella opresión mental, predecesora de algo mucho más peligroso que cualquier arma psi.
Salió de la casa tres horas más tarde para mezclarse sin llamar la atención en el fluido tránsito de paseantes y personas que hacían footing. Más de un cambiante le había dicho que parecía un psi sin importar cómo se vistiera, de modo que había pasado tiempo observando a jóvenes humanos y a machos cambiantes, y ahora imitaba su despreocupada manera de caminar. Pero no era algo natural para el; era un soldado, con el porte de un soldado, y eso jamás cambiaría.
Se cruzó con patrullas psi sin contratiempos, consciente de que estaban escaneando mentalmente a todo aquel que pasaba. Lo que percibirían en el serían los pensamientos confusos de un varón humano con resaca. Entretanto, él les observó con atención. Los uniformes negros eran iguales a los de otras unidades de las fuerzas psi, salvo por la peque?a insignia dorada prendida en el hombro izquierdo: dos serpientes entrelazadas en combate.
Lo reconoció de inmediato. Esos hombres formaban parte del ejército privado de Ming LeBon, lo que significaba que el consejero había estado a cargo de esa peque?a empresa. No era lo que había esperado, habida cuenta de la proximidad de Nikita Duncan al área. La sede de Ming, por otra parte, se encontraba en Europa.
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