Cuando no queden más estrellas que contar(62)



—Sì.

La súplica en los ojos de Giulio me estaba matando y una parte de mí siempre había fantaseado con bailar entre sus brazos. Cuando aún no sabía ni que existía. Porque ?qué ni?a no ha so?ado bailar con su padre?

Asentí sin apenas aliento.

Marina me prestó unas puntas. Mientras retiraban las barras, yo me até las cintas y estiré durante unos segundos. Giulio se acercó descalzo, con los brazos extendidos hacia mí.

—?Preparada?

—Sí.

El piano comenzó a sonar y yo ocupé mi posición.

Giulio se colocó en el extremo opuesto del aula.

Primero, una sonrisa. Luego, una inspiración.

Su expresión cambió y se transformó en la del amante obligado a separarse de su gran amor. Y la fantasía cobró vida.

Aquel momento fue mágico. Aún lo recuerdo como si acabara de suceder. Un inocente Romeo en vaqueros y camiseta blanca. Una Julieta con un vestido azul y la tortura de un secreto. Dos almas condenadas al desastre.

Y danzamos, metidos en el papel.

Las manos de Julieta, evitando la marcha de Romeo. Huyendo de sus brazos con un trágico desespero.

Las manos de Romeo, encontrando a Julieta en cada salto. Calmando entre piruetas su sombría decepción.

Una despedida sin palabras.

Una anticipación colmada de sufrimiento.

La música se torna más furiosa conforme el adiós de los amantes se acerca.

Julieta cubre el rostro de Romeo con besos histéricos.

Promesas de amor. De reencuentro.

Romeo se aleja y Julieta permanece, rota de dolor.

Fin del acto.

El aula se llenó de aplausos y Giulio corrió hacia mí. Me levantó del suelo con un fuerte abrazo. Se lo devolví con los ojos cerrados y lo apretujé. Notaba las lágrimas bajo los párpados y una emoción que no me dejaba respirar. Me costó un mundo soltarlo. Quería quedarme allí para siempre, con su corazón latiendo contra el mío.

—Mia cara —dijo Giulio de repente y me dejó en el suelo—. ?Has visto qué maravilla? Tenía razón sobre ella.

Me giré y vi a Dante en la puerta del aula, desde donde me observaba con los brazos cruzados sobre el pecho. Su mirada me abandonó para posarse en Giulio y en su rostro se pintó una sonrisa.

—è stato bellissimo, amore.

—?Has terminado en el restaurante?

—Sì, andiamo a casa.

—Bene, hoy estoy cansado —respondió Giulio, mirándome—. Maya, ?vuelves con nosotros a la villa? Así podremos seguir hablando.

Rechacé su invitación con un gesto tímido. No quería molestarlos. Además, no me sentía muy bien conmigo misma. La sensación de estar haciendo algo malo me perseguía como una penitencia. Entonces, mi mirada se cruzó con la de Dante. Sus labios se curvaron con una peque?a sonrisa, amable y franca.

—Andiamo, ven con nosotros.

—?Y mi bici?

—La colocaremos en el maletero.

—Vale —susurré.





30




Cuando llegamos a la villa, Giulio me propuso pasar un rato más en el jardín. Parecía emocionado por haber encontrado a alguien con quien compartir la pasión que sentía por el ballet. Y yo habría hecho cualquier cosa que él me hubiera pedido.

Nos sentamos en la terraza, con el sol a punto de desaparecer en un horizonte te?ido de naranja. La brisa mecía las ramas de los árboles y entre la hierba comenzaban a cantar los primeros grillos.

Dante nos trajo unas bebidas y algo de picar, y regresó adentro para preparar la cena. Después, Giulio no paró de hacerme preguntas sobre mi carrera y los lugares en los que había estudiado, y yo se lo conté todo.

Le hablé de mis a?os en el conservatorio. De la beca que logré a los catorce para hacer un curso de verano en la Escuela de Ballet de la ópera de París. De la que conseguí a los diecisiete para continuar mis estudios en Londres. De cómo me convertí en aprendiz del Royal Ballet y me gradué en la Escuela Nacional Inglesa a los veinte, tanto en danza clásica como en contemporánea. También de mi regreso a Espa?a y mi ascenso en la compa?ía. De lo importante que fue para mí que el ABT me llamara y lograr esa plaza que nunca pude ocupar.

Por último, le hablé del accidente y del alcance de sus secuelas.

—Es una lástima que una carrera profesional tan prometedora se trunque, pero aún puedes bailar. No has perdido esa libertad —comentó él mientras hacía girar un botellín de cerveza con los dedos.

—Antepuse la danza a todo y sin ella no soy nada. No soy nadie.

Sus ojos volaron hasta los míos y me observó como si intentara ver qué era eso que no funcionaba dentro de mí.

Me había prometido a mí misma dejar atrás ese tema, no darle más vueltas. ?De qué sirve quedarse atascado en algo que no podrá ser? Sin embargo, las palabras habían salido solas. No sé si buscaba consuelo o comprensión. O si solo era una necesidad visceral de compartir con él cada trocito de mí.

María Martínez's Books