Cuando no queden más estrellas que contar(65)



Siempre hablaba como si todo el mérito fuese suyo y yo nunca hubiese hecho nada. Cuando todo lo había conseguido gracias a mi esfuerzo y dedicación.

Había sacrificado tanto...

Me había costado tanto escapar...

Dejé que mi cuerpo resbalara por la pared y me quedé sentada en el suelo de mi habitación en la residencia. Me sorbí la nariz y apreté los pu?os, frustrada. Me gustaba mi vida en Londres. Llevaba dos a?os viviendo en esa ciudad y era lo mejor que me había pasado nunca. No quería regresar a Madrid.

No podía volver con ella.

—Por favor, abuela. Yo deseo esto —supliqué.

—Deja de decir tonterías, Maya. Te quiero aquí el domingo como muy tarde. El lunes empezaremos a preparar la audición, tenemos menos de un mes.

—Pero...

—No hagas que vaya a buscarte.

Me tapé la boca con la mano para contener el llanto. Quería gritar con todas mis fuerzas. Aullar: ?No, y mil veces no?; pero guardé silencio. Me encogí como hacía siempre, hasta casi desaparecer. Cedí. Por miedo y por costumbre. Me tragué la rabia y mis deseos, y dije lo que ella quería oír: —Vale.





Un mes después.

Tendrían que haber llamado el lunes, estábamos a miércoles y el ambiente en casa era insoportable. La tensión se palpaba y el malestar pesaba como una losa.

—Debiste esforzarte más —dijo ella desde el sofá.

Sentada a la mesa, miré fijamente la ensalada, intacta en el plato.

—Lo hice bien —dije en voz baja.

—No lo suficiente, está claro.

—Había bailarinas muy buenas.

—Y permitiste que fueran mejores que tú —replicó con desprecio—. ?Qué fracaso!

Apreté los labios. No dejaban de temblar, y el nudo de ansiedad que notaba en el pecho no me permitía respirar. Escondí las manos bajo la mesa y me clavé las u?as en los muslos. El dolor se extendió por mi cuerpo, pero no alivió las ganas de llorar. Una lágrima se deslizó por mi mejilla.

Entonces, sonó mi teléfono. Miré el número que apareció en la pantalla y supe que era de la Compa?ía Nacional de Danza. Mi abuela se puso en pie y yo descolgué antes de que pudiera arrebatármelo.

—?Sí?

—Buenas tardes, podría hablar con Maya Rivet, por favor.

—Sí, soy yo.

—Hola, Maya, soy Natalia Durán, directora de la Compa?ía Nacional de Danza.

—Encantada..., es un placer.

—Gracias, igualmente. —Hizo una peque?a pausa—. Verás, mi equipo y yo quedamos impresionados contigo durante la audición y nos gustaría mucho que formases parte de esta gran familia. Queremos que seas una de nuestras solistas.

—?De verdad? —pregunté sin apenas voz.

—De verdad. Así que, si te parece bien, podrías pasarte ma?ana por nuestras instalaciones para que podamos hablar y te lo explique todo personalmente.

—Sí, por supuesto.

—?Te parece bien a las nueve? —me propuso.

—Sí; por mí, bien.

—Estupendo. Pues nos vemos ma?ana, Maya. Y felicidades.

—Gracias.

Colgué el teléfono y apoyé los codos en la mesa. Su timbre había disparado mi adrenalina y ahora circulaba furiosa por todo mi cuerpo. Notaba el pulso como si fuese un tambor a la altura del cuello y unos pinchazos agudos me estaban taladrando el pecho. Gemí de alivio. Lo había conseguido.

Alcé la cabeza y miré a mi abuela a los ojos por primera vez en varios días.

—Me han dado la plaza.

Ella soltó el aire por la nariz y ese fue su único movimiento. Nada alteró su expresión. Ni su postura. Me sostuvo la mirada y al final hizo un peque?o ademán con la cabeza.

—Ahora no lo estropees. El siguiente paso es ascender a bailarina principal.

Asentí y respiré hondo. Había conseguido algo muy importante. Un sue?o para miles de bailarines que trabajan sin descanso para lograr algo parecido. Sin embargo, no me sentía feliz. Un manto de ahogo me rodeaba. Me aplastaba.

Había regresado otra vez al principio. Junto a ella. No había modo de escapar. O yo no tenía el valor suficiente para hacerlo. Las palabras acababan muriendo en mi boca, porque su mera presencia era una mordaza entre mis labios. Siempre había sido así.

Además, se lo debía. Me lo había repetido tantas veces que esa frase se había convertido en un tatuaje invisible en mi piel, pero que yo podía ver cada día.

?Me lo debes. Me lo debes. Me lo debes.?

Y lo pagué.





Un a?o más tarde.

Principios de noviembre.

—?Qué ocurre? —pregunté.

—No es nada malo. Al contrario.

Fiodora me tomó de las manos y me hizo sentarme a su lado en un banco del parque en el que habíamos quedado.

—Pero por teléfono parecías alterada.

—?Es que lo estoy! —exclamó.

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