Cuando no queden más estrellas que contar(68)
—?Seguimos? —me preguntó.
?No, quiero quedarme así para siempre.?
—Sí —susurré.
Continuamos caminando y Lucas no apartó su brazo de mi espalda. Ni yo le pedí que lo hiciera. Cuando me rodeó los hombros al cruzar un paso de cebra, me pegué a su costado. Dos partes que encajaron como si siempre hubieran formado un todo.
Miré el mapa abierto en mi teléfono.
—Creo que es la siguiente a la derecha.
—Me parece que ya sé dónde es —dijo Lucas.
Doblamos la esquina y enseguida la vi. Una tienda peque?ita, con un escaparate discreto decorado con guirnaldas de papel y nubes de tul.
Compré leotardos, maillots básicos y un par de faldas cruzadas de gasa. También unas zapatillas de media punta y otras de punta, con cintas y elásticos. El dependiente, además de ser muy amable y paciente, también me regaló un kit de costura, que le agradecí con un abrazo.
—?Ya tienes todo lo que necesitas? —me preguntó Lucas una vez fuera.
—Sí, podemos volver a Sorrento cuando quieras.
Me gui?ó un ojo.
—?Y si pasamos aquí el día?
—?Te apetece?
—A mí sí. ?Y a ti?
Me encogí de hombros, haciéndome la indecisa. Poco a poco, una gran sonrisa apareció en mi cara. Di un saltito.
—?Sí!
Ese día descubrí que era imposible aburrirse con Lucas. Aún no habíamos terminado de hacer una cosa cuando él ya estaba proponiendo la siguiente y planeando la de después. Con él solo tenías que dejarte llevar y disfrutar de su conversación, de las risas y de cada ocurrencia que se le pasaba por la cabeza. Casi siempre, una locura.
Me encantaba pasar tiempo con él. Me encantaba él. Con sus pensamientos descarados y su actitud despreocupada. Con esa mirada tan suya, que en ocasiones me hacía sentir desnuda y en otras, completamente arropada. A su lado me olvidaba de pensar y solo me centraba en el momento. En el ahora.
Compramos unos helados y nos dirigimos a la plaza del Plebiscito. Una vez allí, Lucas se empe?ó en que cruzara la plaza con los ojos vendados, desde la puerta del Palacio Real hasta la entrada a la basílica de San Francesco di Paola. Era una especie de famosa tradición, cuyo desafío consistía en recorrer ese espacio en línea recta y pasar entre las dos estatuas ecuestres que lo flanqueaban. Lo logré al tercer intento y acabé haciendo reverencias ante un grupo de turistas que comenzaron a aplaudir.
Comimos en un restaurante llamado Sorbillo. Lucas me aseguró que hacían la mejor pizza del mundo, y no se equivocaba. Después visitamos una pastelería cercana para probar un dulce llamado sfogliatella, una especie de hojaldre relleno de ricota. Nunca había probado nada tan rico.
Pasamos la tarde recorriendo la Spaccanapoli, una zona que divide la ciudad antigua en norte y sur, y que discurre desde los barrios espa?oles hasta el barrio de Forcella. Sin lugar a dudas, el alma de Nápoles se encontraba en ese laberinto de callejuelas repleto de artistas y artesanos, de olores y vida cotidiana.
Nos habíamos detenido en un puesto de abalorios y bisutería cuando el sol desapareció de golpe. Miré hacia arriba y entre los tejados vi unos nubarrones negros que cubrían el cielo. Un trueno retumbó sobre nuestras cabezas y una corriente de aire hizo un remolino a nuestros pies. Una gota aterrizó en mi mejilla.
—Deberíamos volver al coche —sugirió Lucas.
Me tomó de la mano, algo que hacía cada vez con más frecuencia, y nos movimos pegados a los edificios para protegernos de la lluvia que empezaba a caer. Otro trueno crujió en el cielo y las nubes se iluminaron con un relámpago.
Alcanzamos el coche y entramos a toda prisa. Segundos después, un diluvio se apoderó de la ciudad. La lluvia golpeaba los cristales con un sonido ensordecedor y no se podía ver nada a través de ellos.
—Esperaremos a que amaine un poco, no creo que dure mucho —dijo Lucas mientras tiraba del bajo de su camiseta para secarse la cara.
—Vale.
Se giró en el asiento para mirarme y me dedicó una sonrisa. Vi un peque?o cambio en su expresión. Se inclinó hacia mí, alargó la mano y con el pulgar me apartó un mechón de pelo que se me había pegado a la mejilla.
—Te has calado —susurró.
Contemplé mi ropa. La falda se adhería a las piernas y se transparentaba, al igual que el top. Siempre he tenido muy poco pecho, por lo que no es habitual que use sujetadores. En aquel instante, el pudor me hizo arrepentirme de no llevar uno puesto. Crucé los brazos como si tuviera frío.
Nos quedamos en silencio, observando la lluvia.
Miré de reojo a Lucas la segunda vez que inspiró hondo y soltó el aliento de golpe. No dejaba de mover su pierna izquierda. Parecía nervioso, y no era el único. Yo no sabía qué hacer con el peso que sentía en el estómago, ni con el golpeteo desenfrenado que notaba más arriba, bajo las costillas. Lucas me convertía en un manojo de emociones y sensaciones, y empecé a preguntarme si a él le ocurría lo mismo conmigo. Si la atracción fluía en ambas direcciones con la misma intensidad. Con la misma contención.