Cuando no queden más estrellas que contar(72)
Empecé a negar con la cabeza y él vocalizó un sí. Me giré para salir corriendo, pero no llegué muy lejos. Me atrapó por la cintura, muerto de risa, y me dio la vuelta. Me reí sofocada cuando mi cuerpo chocó con el suyo.
—No, por favor —gimoteé.
—Vamos, es verano, estás en Italia y suena una canción de Eros Ramazzotti. Algún día echarás la vista atrás y recordarás este momento como uno de los mejores de tu vida.
—Lo dudo.
—Me recordarás a mí.
—Lo dices como si fuese algo bueno.
—?Qué mala eres! —musitó.
Me miró con complicidad. Llevó mis brazos a su cuello y luego su mano presionó la parte baja de mi espalda para acercarme a él. Con la otra mano me acarició la cintura. Empezamos a movernos y mi corazón duplicó su velocidad cuando me estrechó un poco más. Acercó su rostro al mío y sentí la sonrisa de sus labios contra la mejilla. Su aliento en el cuello cuando comenzó a cantar bajito: —Com’è cominciata io non saprei... Ci vuole passione con te, e un briciolo di pazzia... Ricordi la volta che ti cantai. Fu subito un brivido sì...
Eché la cabeza hacia atrás y lo miré, consciente de cada parte de él que se apretaba contra mí. Cada parte de mí que encajaba en él a la perfección. Nos balanceamos, y una cálida tensión se apoderó de mi respiración. Mis ojos se clavaron en su boca.
Era tan ridículo. Tan perfecto. Tan... especial.
—Cantare d’amore non basta mai... Per dirtelo ancora, per dirti che... Più bella cosa di te. Unica come sei...
Nunca había bailado así con nadie. Con esa intimidad. Con ese lenguaje mudo que fluía a través de la piel, de los roces y las sensaciones que provocaban. De las miradas cargadas de deseo y todo lo demás que ese anhelo trae consigo. Y supe que aquel sería un momento que quedaría grabado a fuego en mi memoria. Un destello de felicidad.
—Com’è che non passa con gli anni miei... la voglia infinita di te...
Inspiré hondo, temblando.
Que no estuviéramos solos ya no me parecía importante.
?Dejarme llevar.?
?Permitir que suceda.?
Mi mano acarició su nuca...
34
De pronto, un relámpago estalló en el cielo y el jardín se iluminó como si el sol hubiera aparecido de golpe. A lo lejos, un trueno crujió y un rayo zigzagueó en el horizonte como las grietas que resquebrajan un espejo.
Una ráfaga de aire nos sacudió y Lucas y yo nos separamos sin apenas aliento.
Con deseo. Con dudas.
Alguien propuso ir hasta el acantilado para observar la tormenta que se había formado sobre el mar y todo el mundo se dirigió hacia el huerto de limoneros con los móviles a modo de linternas. Roi tropezó y soltó una palabrota, que Chiara comenzó a repetir como un papagayo. Un coro de risitas quedó ahogado por los murmullos de las hojas.
—?Ya os vale! —masculló ángela.
Alcanzamos el acantilado y yo me quedé sin palabras. En el horizonte, las nubes se iluminaban sin descanso y los rayos caían sobre un mar agitado por el poniente. El ruido del oleaje y el aullido de la tormenta lo ahogaban todo. Era aterrador y fascinante. Hermoso y salvaje.
La electricidad que se acumulaba en el ambiente me erizaba el vello de un modo punzante. Di un paso adelante. El viento me sacudía como a una vela y el bramido de las olas sonaba tan abajo que el corazón me dio un vuelco al ser consciente de lo alto que me encontraba. De la proximidad del vacío.
Di otro paso y las puntas de mis pies quedaron suspendidas.
Una corriente de adrenalina me recorrió de arriba abajo.
Noté una gota en la mejilla. Otra en la frente. Comenzó a llover.
De repente, todo el mundo salió en estampida hacia el huerto. Las risas y los gritos se alejaron.
Yo no me moví. Las gotas sobre mi piel tenían un efecto hipnótico.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Saqué la lengua y lamí la lluvia que me taladraba los labios, me empapaba el pelo y la ropa. Siempre me he preguntado por qué en las películas suele haber tantas escenas con lluvia. Qué placer puede encontrar una persona en calarse hasta los huesos bajo una tormenta, y acabar con el cabello aplastado y los pies salpicados de barro.
Sentí el cuerpo de Lucas a mi espalda y mi corazón empezó a latir más rápido, más caótico. Su mano en mi estómago me apartó del borde y permaneció allí, sólida contra mi piel. Su aliento me golpeó en la nuca y lo noté en cada terminación nerviosa. Fue devastador.
Un roce más suave. La caricia de unos labios.
No podía respirar.
Me di la vuelta, temblando. Sobre nosotros, el cielo permanecía iluminado como una bola de plasma chisporroteando. Alcé la barbilla y miré a Lucas a los ojos, brillantes, llenos de tanto que me estremecí. Se inclinó sobre mí, tan cerca que su frente casi rozaba la mía. Mis latidos se transformaron en golpes bruscos y me sentí de nuevo al borde del precipicio. Uno distinto. Un abismo del que él no podía salvarme; al contrario, me empujaba con cada respiración compartida.