Cuando no queden más estrellas que contar(61)



—Puedes dejar aquí la bici —me indicó, se?alando un lateral del mostrador.

Miré a mi alrededor con curiosidad.

—Este sitio es genial.

—?Te gusta? —Asentí con la cabeza—. Ahora están dando una clase, ?te apetece verla?

—Sí.

—Ven conmigo.

Me guio por un pasillo y se detuvo frente a dos puertas contiguas. En una habían dibujado un tutú y en la otra, unas puntas. De esta última provenía el sonido de un piano.

—A los ni?os les encanta tener público —dijo en voz baja.

Empujó la puerta y mi estómago se encogió hasta caber en un pu?o. Con un gesto me invitó a pasar y nos pegamos a la pared para no interrumpir la clase. Había una decena de alumnos haciendo ejercicios de barra. Ninguno superaba los siete a?os y ejecutaban atentos los pasos que les iba indicando su profesora. Mientras, una mujer mayor les marcaba el ritmo con el piano.

Sonreí con un nudo de emoción.

Entonces, en alguna parte, sonó un teléfono.

—Enseguida vuelvo —me susurró Giulio.

Musité un ?bien? y me quedé allí, observando. Un par de minutos después, la profesora hizo una pausa para que un par de alumnos pudieran ir al ba?o y el resto bebiera agua. Ella me saludó al pasar por mi lado y salió de la clase. Los peque?os enseguida hicieron corrillos, salvo una ni?a que se quedó junto a la barra y, muy concentrada, trataba de realizar una pirueta.

Cada vez que lo intentaba, daba un traspié.

La observé. La postura no era correcta. Arqueaba demasiado la espalda y cargaba el peso en el pie equivocado.

Resopló, y su frustración me provocó mucha ternura. Yo había sido igual de exigente a su edad.

Me acerqué a ella y le dediqué una sonrisa. Después le pedí con gestos que se fijara en mí. Me coloqué en posición y ella me imitó. Con una mano en su espalda le indiqué que la colocara recta, y con la otra tiré de su barbilla hacia arriba para que alzara la cabeza y mirara al frente. Hice una pirueta, y luego una segunda. Ella me imitó y logró un giro perfecto. Esbocé una gran sonrisa, que ella me devolvió encantada. Ambas aplaudimos.

La voz de Giulio surgió a mi espalda.

—?Método Balanchine?

—No, Vagánova —respondí sin pensar.

Me enderecé de golpe y lo miré. él me observaba con curiosidad.

—Lo intuía desde que te vi la primera vez. La forma de andar, la postura... ?Dónde has estudiado?

Noté que toda la sangre de mi cuerpo se concentraba en mi rostro.

—En el Real Conservatorio de Danza Mariemma.

Sus ojos se abrieron de par en par y una sonrisa enorme le ocupó toda la cara.

—?Yo hice dos cursos de verano en ese conservatorio! Solo tenía dieciocho a?os. Conseguí una beca, que coincidió con una audición para el Ballet de la ópera de París, y pasé en Madrid varias semanas.

Todo a mi alrededor comenzó a dar vueltas y sentí una fuerte opresión en el pecho. Ese era el momento que había estado esperando. Solo tenía que decirle que ya lo sabía, que por ese motivo había ido hasta allí, para conocerlo. Solo debía mencionar a mi madre, contarle que se había quedado embarazada ese mismo verano y que yo había encontrado unas fotos en las que ellos dos aparecían juntos. Sugerirle que cabía la posibilidad de que él fuese mi padre.

Abrí la boca varias veces.

No pude.

Un pánico descontrolado se apoderó de mí y las palabras quedaron atascadas en mi garganta, sin forma ni orden, porque en conjunto me parecían un sinsentido.

—?Qué coincidencia! —exclamé en un tono demasiado forzado.

—?Sí! —Me miró como si me viera por primera vez—. ?Y te dedicas al ballet de forma profesional?

—Antes sí. Llegué a formar parte del cuerpo de baile del Royal Ballet y después me incorporé como solista a la Compa?ía Nacional de Danza en Espa?a. Fui promocionada a primera bailarina.

—Es impresionante, y tan joven.

—No es para tanto —susurré con timidez.

—?Cuál es tu interpretación favorita?

—Tengo muchas. El acto tercero de El lago de los cisnes, el acto segundo de Giselle, la Danza del hada de azúcar...

—Todos son pas de deux.

—Sí.

—?Romeo y Julieta? —Asentí con una sonrisa y él rompió a reír—. ?Es mi favorito! Quiero que bailes conmigo.

Me ofreció una mano y la otra se la llevó al pecho en un gesto suplicante. Yo di un paso atrás.

—?No!

—Vamos, a los ni?os les va a encantar, y no todos los días tienen una oportunidad así.

Les dijo algo que yo no fui capaz de escuchar. Los alumnos comenzaron a gritar y a dar saltitos. La pianista hizo sonar los primeros acordes del acto tercero, escena primera: La habitación de Julieta.

—No tengo puntas —me quedaba sin excusas.

—Yo sí. ?Qué número necesitas? —Giulio no se rendía. Se?aló a la profesora, que acababa de regresar—. Yo diría que tienes su misma talla. Marina, le tue scarpe da punta?

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