Cuando no queden más estrellas que contar(58)



Me dirigí al huerto de limoneros. Encontré un rincón bajo la mara?a de ramas y hojas, y me senté en el suelo con la espalda apoyada en un tronco. Comencé a leer y las horas pasaron sin que me diera cuenta, en compa?ía de unos personajes que me fueron conquistando página tras página.

Cerré la novela cuando la escasa luz ya no me dejaba distinguir las palabras. La abracé contra mi pecho y me puse en pie. Regresé sin prisa, con mi cabeza aún inmersa en las historias de los protagonistas. En los sentimientos que habían despertado en mí.

?La palabra melancolía puede sonar dramática, pero a veces es la más ajustada. Es cuando te sientes a la vez un poco feliz y un poco triste?, decía el relato.

Así me sentía yo la mayor parte del tiempo, melancólica.

A veces feliz porque estaba descubriendo que la vida está llena de nuevos comienzos. Que puedes perder cosas importantes que dejan vacíos inmensos, pero que en tu mano está tomarlo como un espacio libre para otras cosas nuevas que pueden llenarte incluso más.

A veces triste porque era más consciente que nunca de lo sola que había estado desde siempre, y esa soledad me había llevado a confundir sentimientos con anhelos. Carencias con deseos. A convencerme de que era eso lo que merecía porque nunca hice lo suficiente. Nunca fui bastante.

Dejé esos pensamientos a un lado en cuanto crucé la verja y me adentré en el jardín.

Las bombillas encendidas se mecían con la brisa y salía música de una de las ventanas de la planta baja. Los ni?os corrían y gritaban, perseguidos por Marco, que fingía ser un monstruo. ángela caminaba de un lado a otro mientras hablaba por teléfono, y me saludó con la mano nada más verme. Roi había dejado su escondite y escuchaba con una sonrisa el parloteo constante de Julia sobre una nueva técnica de moldeado que iba a ser la bomba. En la mesa de la terraza, Catalina, Iria y Blas jugaban a las cartas y me invitaron a unirme a ellos.

Sonreí y mi corazón latió furioso contra mis costillas porque, en momentos como aquel, las sentía.

Mis alas.

Las que me habían llevado hasta allí.





28




Los días siguientes pasaron envueltos en una rutina muy similar. Por las ma?anas ayudaba a Mónica en la floristería y volvía a casa para comer con Lucas. Después veíamos un rato la televisión mientras dormitábamos en el sofá, derrotados por el calor de un mes de julio que avanzaba muy rápido.

A media tarde, Lucas se marchaba al restaurante y no regresaba hasta la madrugada. Yo me perdía en el huerto con un libro nuevo y a última hora volvía y compartía lo que quedaba del día con todas aquellas personas que empezaban a convertirse en un pedacito de mí.

Abrí los ojos, muerta de calor y con el pelo pegado al cuello por el sudor. Miré el ventilador, que giraba en el techo con las aspas cortando el aire con un ligero zumbido. Un ruidito me hizo girar la vista y encontré a Lucas a mi lado. Dormía con la cabeza colgando hacia atrás y la boca entreabierta.

Me sorprendió verlo aún allí, pero entonces recordé que esa tarde no trabajaba.

Lo observé inmóvil. Tenía la mandíbula cuadrada, la nariz peque?a y recta y las cejas pobladas. La sombra de una barba endurecía sus rasgos y hacía imposible no fijarse en sus labios gruesos. Me encantaban sus pecas. Tenía un montón, aunque algunas eran tan peque?as y claras que apenas se notaban. Sobre la mejilla izquierda había unas que, si las unías con una línea, formaban una m. Estaba segura.

M de Maya.

Puse los ojos en blanco por pensar esas tonterías como una adolescente enamoradiza.

—Si sigues mirándome así, voy a pensar que te gusto.

Pegué un bote al escuchar de pronto su voz. Me llevé una mano al pecho con un susto de muerte.

—No te estaba mirando.

Sonrió y abrió los ojos. Su sonrisa perezosa se hizo más amplia.

—Oye, que no me importa. Yo también te miro.

—?Que no te estaba mirando! —Fruncí el ce?o y el corazón se me aceleró hasta un punto crítico. Me giré hacia él—. ?Me miras?

Se se?aló un ojo y después, el otro. Una mirada socarrona transformó su expresión adormilada.

—Son unos descarados.

—Ya, como si tú no tuvieras nada que ver con eso.

—Tú también eres una descarada que me observa cuando duermo —dijo en voz baja y sugerente—. Me gusta.

Me levanté. Los latidos de mi corazón se extendían por todo mi cuerpo y me había puesto roja. El efecto que Lucas tenía en mí iba a más y las palabras de Matías se convirtieron en un zumbido molesto en mi cabeza. No podía pillarme por este chico.

Su mano en mi mu?eca me detuvo.

—Perdona, como seductor soy un desastre.

—Y otras muchas cosas, pero ?quién quiere contarlas?

Rompió a reír y tiró de mi brazo. Caí a su lado y mi cuerpo rebotó en el sofá. Se inclinó sobre mí.

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