Cuando no queden más estrellas que contar(53)
Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí yo misma.
Solo yo.
Y no quise ser nadie más.
26
El sol de la ma?ana se coló a través de las láminas de madera de las contraventanas. Delgadas líneas doradas que iluminaron la habitación con un patrón de luces y sombras. Abrí los ojos y parpadeé varias veces hasta que logré enfocar la vista. Me sentía como si hubiera dormido veinticuatro horas seguidas. Y, en cierto modo, así había sido.
El día anterior, Lucas y yo habíamos regresado a casa después de que amaneciera. Completamente agotados, cada uno se encerró en su cuarto y dormimos hasta muy entrada la tarde. Preparamos algo de cenar y nos acomodamos en el sofá.
A ratos, adormilados. A ratos, viendo la tele.
Apenas hablamos de nada. Solo estuvimos. Envueltos en un silencio cómodo, sin la necesidad de llenarlo con palabras.
A veces lo pillaba estudiándome. O él me descubría a mí. Y nos quedábamos atrapados en ese instante, sin ir a más. Con el deseo de que sucediera. Con el miedo a que ocurriera.
Contenidos.
Y la pregunta no era por qué, sino hasta cuándo.
Me levanté y arrastré mi cuerpo a la ducha. Con el agua caliente resbalando por mi cara, volví a jurarme que nunca más bebería de ese modo. Aún notaba el estómago del revés.
Me quité la humedad del pelo con una toalla y lo desenredé sin prisa. Me lo dejé suelto y me miré en el espejo. Era el reflejo de siempre, pero había algo que nunca antes había visto en mí. Un brillo nuevo en mis ojos, color en las mejillas. Un latir nuevo, más rápido y ligero. Más vivo.
Alguien llamó a la puerta.
Abrí y encontré a Giulio al otro lado con una enorme sonrisa.
—Hola.
—Ho-hola —respondí.
Con él me quedaba sin palabras, no podía evitarlo. Tampoco podía dejar de mirarlo como si todas las respuestas a mis preguntas estuviesen escondidas en su rostro. No fue hasta que parpadeé cuando vi la bicicleta de paseo que había tras él, apoyada en la pared. Era de color crema y tenía una cestita, de la que colgaba un casco rosa.
él la se?aló con un gesto.
—Era de mi hermana y hemos pensado que podrías usarla mientras estés aquí.
—?De verdad?
—Ella no la utiliza.
—Es muy bonita, gracias.
—No es lo mismo que un coche —apuntó él mientras se encogía de hombros—, pero podrás moverte a tu antojo, ir al pueblo o donde te apetezca.
Se me aceleró el corazón y una emoción inesperada se expandió bajo mis costillas. Miré de nuevo la bici y sonreí de oreja a oreja. Un mundo de posibilidades acababa de abrirse ante mí.
—?Es genial! De verdad, gracias.
—De nada. Pero ten cuidado, ?de acuerdo?
—Lo tendré, prometido.
Se me quedó mirando y yo le devolví la mirada. Mis ojos volaron hasta ese lunar sobre su ceja y me pregunté si él se habría dado cuenta del mío. Puede que no. Puede que sí. Puede que él solo viese un lunar más y yo, la mitad de mi vida.
Giulio esbozó una sonrisa, alzó la mano a modo de despedida y se lanzó escaleras abajo.
Yo respiré con fuerza, y sentí tanto en ese momento que me eché a temblar. Cerré la puerta y apoyé la espalda en la madera. Llevaba una semana en Sorrento y cada día imaginaba un escenario distinto en el que le contaba a Giulio que había ido hasta allí por él, a buscarlo. Creaba en mi mente los diálogos, les daba vida. Sin embargo, no lograba darles voz. Me quedaba muda siempre que lo veía. Cada vez que me encontraba con él. Paralizada por el miedo. Por las posibilidades.
Abrí de nuevo la puerta y contemplé la bici. Era increíblemente ?o?a, y el casco rosa dolía a la vista; pero ?a quién le importaba? A mí no.
Notaba un cosquilleo en todo el cuerpo mientras pedaleaba y admiraba el paisaje. Las vistas continuaban asombrándome. Acantilados escarpados se sumergían verticales en las aguas claras y azules de un mar Mediterráneo tan igual al que yo conocía, y tan distinto al mismo tiempo...
Desde lo alto, podía ver las peque?as playas idílicas que rompían esa línea de roca. Las casas que salpicaban las laderas. Los huertos de naranjos y limoneros encastrados en terrazas de tierra que colgaban como balcones. Y todo ba?ado por una luz brillante que hacía que los colores resultaran chillones a la vista.
Dejé atrás la carretera y me adentré en las calles del pueblo.
Julio había traído consigo una marea de turistas. Casi no se podía andar por algunas travesías y las plazas hervían de gente que competía por una mesa en las terrazas o un rincón a la sombra en el que protegerse del calor.
Caminé con la bici y me entretuve curioseando en algunos puestos de ropa y zapatos, en una vía paralela a la calle San Cesareo que, junto con Corso Italia, formaban la columna vertebral de Sorrento y concentraban un gran número de comercios.