Cuando no queden más estrellas que contar(56)



—Buenos días —saludé.

él se giró y una sonrisa se desperezó en su rostro al verme.

—Buenos días. Queda café y Catalina ha traído bizcocho recién hecho.

—?Qué bien, me muero de hambre!

Sobre la cocina de gas reposaba la cafetera italiana en la que Lucas solía hacer el café. Aún estaba caliente y me serví una taza.

—?Y el bizcocho? —pregunté.

—En la mesa, bajo ese trapo.

Levanté el pa?o de cocina y el olor a bizcocho casero se coló en mi nariz. Corté un trozo y me senté a la mesa. Empecé a comer en silencio, mientras él colocaba los cubiertos en el cajón y limpiaba la encimera. Lo observé, recreándome en el color dorado de su piel, en la forma que su espalda desnuda se tensaba al moverse y en cómo los pantalones colgaban de sus caderas con tanta indolencia.

Estaba tan absorta mirándolo que no me di cuenta de que él también me observaba a mí. Quedamos atrapados en un desafío de miradas. La suya, directa y transparente. Seductora. La mía, más insegura, pero igual de intensa. Solté el aliento; no quería pensar en por qué me sentía así.

De repente, vi la hora que era y salté de la silla.

—?Llego tarde!

—?Tarde?

—Tengo trabajo. Ayudaré a Mónica en la floristería. ?A que es increíble?

Lucas me miraba divertido, con una sonrisa torcida en los labios y los ojos brillantes.

—?Necesitas que te lleve?

—No, me las arreglo bastante bien con la bici. Aunque gracias por ofrecerte.

Me gui?ó un ojo, y yo sonreí como una idiota.

Corrí a mi habitación. Me puse un vestido de tirantes con falda de vuelo y abrí el cajón de la cómoda para sacar unos calcetines. Rebusqué hasta dar con unos cortos y me senté en la cama. Mis ojos volaron hasta la caja con las sandalias, que continuaba donde la había dejado la tarde anterior.

Cogí aire y la abrí.

Me sentí muy rara cuando me las puse, pero al mirarme en el espejo vi que quedaban genial con el vestido.

Entré al ba?o a toda prisa. Me lavé los dientes y la cara y me cepillé el pelo. Cuando salí, encontré a Lucas tirado en el sofá. Me miró de arriba abajo y se detuvo un poco más de lo necesario en mis pies. Esbozó una sonrisa lenta.

—Muy guapa.

—Gracias, tú también —dije sin pensar y con un millón de mariposas en el estómago.

Salí del piso a toda velocidad y me apoyé en la pared en cuanto la puerta se cerró. Después me lancé escaleras abajo, muerta de vergüenza.

—?Tú también, en serio? —dije para mí misma—. Parezco idiota.

—?Idiota?

Levanté la vista del suelo y me encontré con Dante, que entraba al vestíbulo cargado con varias bolsas de una tienda de decoración. Mis ojos se iluminaron al ver a Giulio tras él, siempre me ocurría.

—Nadie, cosas mías —me reí—. ?Habéis ido de compras?

—Adornos para el salón, lo hemos reformado hace muy poco —respondió Giulio—. ?Te marchas?

—Sí, voy al pueblo.

—Ten cuidado.

—Lo tendré —susurré sin apenas voz y con las mejillas rojas.

Su actitud amable y preocupada hacía que me sintiera mal conmigo misma. Un poco más cada día que pasaba y yo guardaba silencio, pero no lograba dar con la forma ni el momento para revelarle el motivo real de mi presencia en su casa.

Pasé por su lado y cogí la bici. Luego salí sin decir nada más.

Cuando llegué a la floristería, Mónica no daba abasto entre atender el teléfono, anotar pedidos y entregar los que ya estaban preparados. Los clientes hacían cola frente al mostrador y algunos comenzaban a impacientarse. Me abrí paso entre ellos.

—Hola —la saludé.

Su rostro se transformó con una expresión de alivio.

—?Gracias a Dios que ya estás aquí! Ponte ese delantal para no mancharte y échame una mano con estas rosas.

—?Las blancas?

—Sí, son para una boda. Sepáralas en docenas.

—De acuerdo.

Esa actividad frenética se mantuvo toda la ma?ana y tuve que aprender sobre la marcha cómo hacer cada cosa. Quité espinas, arreglé ramos, hice lazos y dediqué tarjetas. También recorrí medio pueblo entregando pedidos.

Cuando regresé a la villa, mi cuerpo se quejaba como si le hubieran dado una paliza.

Nada más entrar en casa, me recibió un olor delicioso y mi estómago hizo un ruido que debió de oírse en todo el edificio.

Lucas se asomó desde la cocina.

—Hola —me saludó—. ?Te gusta el pescado?

—Sí.

Dejé el bolso en el sofá y fui a su encuentro. Lucas había preparado la mesa, con servilletas de tela y copas de cristal. En el centro había colocado un jarrón con flores del jardín que olían de maravilla.

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