Cuando no queden más estrellas que contar(60)


Una peque?a sonrisa tiró de sus labios y se los humedeció con la lengua.

—No, solo tengo curiosidad.

—No lo sé, la verdad. ?Eso es un problema?

—No para mí. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. —Giró la cabeza y nuestros ojos se encontraron—. En serio, quédate.

Tragué saliva y mi pecho se llenó con una inspiración entrecortada. Ese ?quédate? había sonado como un ruego. él cerró los párpados y yo contemplé el cielo. Permanecimos en silencio durante una eternidad, con los brazos tan juntos que nuestras manos jugaban a rozarse.

Y mientras, solo respirábamos.





29




—?Seguro que no te importa? —preguntó Catalina otra vez.

—No me importa, en serio —dije en tono paciente.

—No te lo pediría si hubiera alguien más, pero ángela y Marco están pasando el día en Positano con los ni?os, Roi aún no ha regresado y Blas es un peligro al volante.

Me reí y le froté el brazo.

—Tranquila, solo dime adónde debo ir.

—A la plaza Sant’Antonino. En la esquina, donde comienza una calle con un arco, verás una peque?a boutique. Es de mi amiga Donata. Solo tienes que darle esto y decirle que vas de mi parte.

—De acuerdo —convine mientras observaba con curiosidad la bolsa.

—Y ten mucho cuidado, he tardado un mes en bordarlo y no me daría tiempo a coser otro.

—Lo tendré, pero... ?qué es?

—Un velo de novia. La hija de Donata se casa la próxima semana y me pidió que se lo hiciera.

—No sabía que te dedicaras a la costura.

—Ya no me dedico a nada, pero sí que trabajé como modista durante algunos a?os en un taller de alta costura. Este velo es un favor personal. Somos amigas desde siempre y no podía negarme.

—No te preocupes por nada, se lo llevaré y tendré muchísimo cuidado.

—Gracias, Maya, eres maravillosa.

Me dejé envolver por su abrazo y cerré los ojos. Olía a jazmín y bizcocho, y me encantaba ese aroma. Catalina me estrujaba el corazón de un modo que siempre me dejaba al borde de las lágrimas y hacía que me preguntara cómo habría sido mi vida si me hubiera criado ella y no Olga.

Coloqué la bolsa en la cesta de la bici y pedaleé hasta el centro de la ciudad.

No me resultó difícil encontrar la boutique. Entré y unas campanillas sonaron sobre mi cabeza. Enseguida salió a recibirme una mujer menuda, enfundada en un vestido ajustado de color cereza. Era igualita a Sophia Loren, pero rubia. Los mismos ojos grandes y rasgados, en un rostro ovalado. Senos encorsetados, cintura de avispa y unas caderas de infarto.

Le entregué el velo y, tras conversar un rato con el italiano que había aprendido últimamente, nos despedimos con un beso en la mejilla.

Al salir, pensé en pasarme por el restaurante y visitar a Lucas. Casi siempre trabajaba en el turno de tarde y solo podía verlo a la hora de la comida. Un tiempo que cada día se me antojaba más escaso y hacía que lo echara de menos.

?Cómo puede alguien a quien solo conoces desde hace unas pocas semanas volverse tan imprescindible? No lo sé, pero Lucas lo había conseguido. Formaba parte de mis días y ya no los concebía de otro modo.

El tráfico era una locura a esas horas de la tarde, y no tuve más remedio que bajar de la bici y caminar por la acera.

Al llegar a un cruce, la vi. La academia de ballet.

La idea de acercarme se me hizo irresistible. El cartel estaba encendido y también las luces del interior. Me asomé, pero los cristales eran opacos y no se podía ver nada de lo que había dentro.

—Hola —susurró una voz profunda junto a mi oído.

Di un respingo y me encontré con la sonrisa de Giulio a solo unos centímetros de mi cara. En una mano llevaba una caja con un docena de botellines de agua.

—?Hola! ?Qué haces... aquí?

Mi primer impulso fue hacerme la despistada, no sé por qué. Quizá, porque hasta ahora nadie me había hablado de la academia, ni siquiera el propio Giulio, y lo que sabía lo había averiguado por mi cuenta. Sospechoso, ?verdad?

—La escuela es mía, ?no te lo había dicho?

—No, lo cierto es que no sé gran cosa sobre ti.

—Bueno, pues soy Giulio Dassori, profesor de danza, y esta es mi escuela. —Colocó el brazo libre en quinta posición y yo rompí a reír—. ?Quieres entrar?

El corazón se me subió a la garganta.

—No querría molestar.

—Y no lo harás. Vamos, pasa —insistió.

Me rendí a sus ojos. Su sonrisa sincera. Las arruguitas que se le formaban en la frente y ese lunar en su ceja que había llegado a obsesionarme.

—De acuerdo.

La entrada daba a un peque?o recibidor, con un mostrador de cristal y unas sillas alrededor de una mesa baja. De las paredes colgaban fotos de actuaciones infantiles y carteles de grandes ballets como El cascanueces, Romeo y Julieta, La bella durmiente o El corsario. Una estantería con algunos trofeos y plantas naturales completaban la decoración.

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