Yerba Buena(80)
Quería escucharlo. Se moría de ganas de hacerlo. Se le aceleró el pulso al imaginarse la voz de Emilie diciéndole que la echaba de menos, que quería que volviera y que todo iba bien entre ellas. Pero era un ansia demasiado familiar. Su desesperación, como una advertencia. No, pensó. Aquí no. Haría lo que tenía que hacer. Volvería a casa y entonces lo escucharía.
Condujo hasta la casa y se encontró a Spencer en la sala de estar viendo la televisión.
—Tengo las cenizas de papá en el coche. Quería que las esparciéramos por el río. ?Podemos ir a hacerlo?
—?Ahora? —preguntó Spencer.
—Es lo que quiero —respondió Sara—. Pero si tú no quieres, podemos esperar.
Spencer apagó la televisión. Se sentó en silencio.
—Estaré listo en un minuto.
Sara se sentó en el escalón delantero mientras él se preparaba y luego condujo hasta River Road pasando por Safeway, hasta una peque?a calle en la que aparcó. Caminaron por un callejón sin marcar entre una hilera de casas; iban bajando los estrechos escalones hasta la orilla. A las cenizas las llevaba Sara porque su hermano no quería tocarlas.
Ese había sido su sitio favorito del río antes de que todo se desmoronara. Se encontró brevemente a sí misma en otro tiempo, sobre los hombros de su padre mientras su madre le sonreía. Y luego en la terraza de Dave, viendo cómo elevaban el cuerpo de Annie desde el agua. Luego volvió.
—Deberíamos encontrar un lugar profundo —sugirió Sara.
—Vayamos a aquel muelle —se?aló Spencer.
Cruzaron las rocas y pusieron los pies en la superficie inestable del muelle. Sara dejó la caja.
—No sé cómo hacer esto —murmuró—. ?Quieres decir algo?
Pero Spencer estaba llorando y negó con la cabeza.
—Podemos esperar, si quieres.
—No —le dijo—. Hagámoslo.
Sara abrió la tapa. Dentro había cenizas grises y peque?os fragmentos de hueso. Metió la mano, agarró todo lo que pudo y lo echó al río. Una parte cayó y a otra se la llevó la brisa. Sacó otro pu?ado. Y otro. Spencer también agarró y lo echó. Cuando la caja estuvo vacía, volvieron al coche.
—He quedado con una amiga —dijo Spencer cuando Sara abrió la puerta.
—Vale —contestó Sara—. ?Te llevo a algún sitio?
—No, está cerca. Iré andando.
Sara estaba en la cocina limpiando la nevera cuando él volvió tan solo una hora después. Se alegró de oírlo (pensó que, al fin y al cabo, sí quería estar con ella), pero luego vio que había venido con una chica. Pelirroja, con pecas y más o menos de su edad.
—Tina, esta es mi hermana Sara —la presentó. Habló con la voz tranquila y grave, como si le costara pronunciar las palabras.
—Hola —saludó Sara—. Es un placer conocerte.
—El placer es mío. Lamento mucho lo de tu padre.
—Gracias.
Observó a Spencer quieto en el pasillo, vio la oscuridad bajo sus ojos y su entumecimiento, y lo reconoció todo. él fue por el pasillo hasta la puerta y Tina lo siguió. Sara terminaría lo que estaba haciendo y dejaría que se consolara como lo había hecho ella antes de irse. Pensó en las moras y en las películas proyectadas en la fachada. Pensó en Emilie llevándola a la cama. Todo volvió a ella como una oleada, el dolor en su pelvis, la humedad en su entrepierna. Las manos de Emilie, su boca y el calor que emanaba cuando terminaban, mientras dormía profundamente.
Fue hasta su bolso para agarrar el móvil. No había cobertura.
Enjuagó la última fiambrera. Limpió el fregadero. Miró por la ventana a través de las cortinas de cuadros entreabiertas y vio el grueso tronco de una secuoya y los helechos que crecían debajo.
Volvió a sacar el móvil y tomó una foto. El fregadero de la cocina, la ventana, las paredes que los rodeaban. Encontró el número de Emilie y pulsó ?enviar?. Observó cómo la línea azul empezaba a avanzar y se quedaba atascada en el centro.
Oyó un gemido saliendo de la habitación de Spencer y se acordó de la chica. Les dejaría la casa para ellos solos.
Había pasado una década desde la última vez que había entrado en el pueblo. Habían abierto nuevos negocios con nuevos letreros y se habían construido fachadas de lujo que se apretujaban entre los lugares conocidos. El Cerdo Jugoso seguía allí, ocupando una manzana entera, y, a su lado, el bar Appaloosa, donde iban a beber su padre y sus amigos. El banco que había estado cerrado durante a?os ahora anunciaba helados, tartas y artículos para el hogar. Había una tienda tradicional que vendía queso caro y kombucha. Estaban en noviembre, pero de todos modos había turistas. Antes solo iban en verano.
Pero a pesar de sus intentos de transformación, el pueblo seguía siendo el pueblo. Seguía sin parecer un paraíso.