Yerba Buena(76)



—él te dio un propósito —comentó Emilie.

Sara asintió.

—Lo hizo, sí. Y entonces me enamoré.

Emilie sonrió.

—Cuéntame más.

—Se llamaba Annie. Crecí con ella, siempre habíamos sido amigas.

—?Cuántos a?os teníais?

—Catorce.

—Catorce. Qué dulce.

No eran las palabras que Sara esperaba escuchar. Todo lo que tenía que ver con Annie estaba ahogado en la pérdida, pero ahora lo veía con una luz diferente. En un tiempo anterior, todavía inocente. Annie y ella en el bosque, sus cuerpos jóvenes, su hambre. Muy dulces, sí. Pero luego…

—Cuando teníamos dieciséis a?os, vi una marca en el interior de su antebrazo. La reconocí, por mi madre. Pensé que, si la ignoraba, no sería real. Que podríamos seguir adelante. —Tragó saliva. Nunca se lo había contado a nadie, le había mentido al agente de policía, pero no se permitía recordarlo. Tenía un nudo de dolor en la garganta. Pero aun así, era mejor decirlo en voz alta—. Entonces desapareció. La encontraron en el río.

—Ay, no. Ay, Sara.

—Después de mi madre, después de Annie, solo me importaba sobrevivir. Hui el día en que la encontraron. Intenté que Spencer viniera conmigo, y cuando se negó, me marché de todos modos. Durante un tiempo, solo me importó mantener un empleo y conseguir un apartamento. Tras un par de a?os, comencé a salir de nuevo con otras mujeres, pero nunca me volví a enamorar. Y luego te vi en el restaurante, aquella primera ma?ana. Tenías los helechos en las manos. Tenía que hablar contigo. Y después, tras mucho tiempo, apareciste en el restaurante. Te llevé a mi casa y algo pasó en mi cama. Estaba contigo (siempre estaba contigo), pero también estaba con Annie. Como si estuviera viviendo dos partes de mi vida a la vez. Lo que intento decir es que, de algún modo, estaba con las dos. Suena a locura, lo sé. Parece algo muy jodido.

—No —repuso Emilie—. No lo es.

—No puedo explicarlo.

—No es necesario que lo hagas.

—Mi padre, la noche antes de que encontraran a Annie, me hizo un dibujo de ella. Yo todavía creía que podríamos encontrarla. No me había rendido. Pero la dibujó muerta en el río.

Observó el rostro de Emilie, su incomprensión, su confusión.

—Espera, no lo entiendo. ?Dibujó su cadáver?

Sara asintió.

—Es algo que nunca he entendido. ?Por qué haría algo así?

—?Se lo preguntaste?

Los tablones del suelo no eran suficientes; los sentía bajo sus pies, pero todo lo que podía ver era el dibujo que su padre le había dejado sobre la mesa. Se cubrió los ojos y presionó con las palmas hasta que le dolió. Los abrió cuando la presión fue demasiada.

Un colchón sobre el suelo. Una cómoda. Lomos de libros verdes. Un candelabro de techo. Un fragmento de cielo oscuro entre las cortinas.

Estaba ahí, en la habitación de Emilie, en casa de Emilie.

—No —respondió—. Nunca se lo pregunté.



Se hizo de día. Tenía que volver.

Pero todavía no. Ahí tenía a Emilie a su lado, bajo el cálido sol. Emilie estirándose, despertándose. El corazón de Sara se aceleró (una desesperación que la asustó), el pánico de necesitar algo sin saber qué es.

Emilie abrió los ojos, tocó el rostro de Sara, y Sara lo supo.

—Vuelvo en un minuto —susurró Emilie y salió de la habitación.

En su ausencia, Sara vio lo que pasaría.

?Llévame contigo?, le pediría Emilie, y Sara esperaría mientras Emilie hacía la maleta.

Spencer estaría levantado y listo para irse cuando llegaran a West Hollywood. Llenarían el coche de Sara con sus mochilas y sus maletas, y emprenderían el camino. Pasarían un largo día los tres juntos en la carretera. Sería capaz de pasarse la vida haciéndolo (detenerse delante de la casa, andar por el camino hasta la puerta y entrar), siempre que Emilie estuviera con ella.

Todavía sería horrible, sí, pero lo soportaría.

Tenía el corazón calmado de nuevo. Qué bien se sentía al despertarse en la habitación de Emilie. Al saber que, la ma?ana siguiente, a ochocientos kilómetros de distancia de donde estaban, se despertaría de nuevo con Emilie.

Y ahí tenía a Emilie, apareciendo por la puerta con dos tazas de café. Emilie le había ofrecido tanto: su atención, su cuerpo, su dulzura, las alegrías cotidianas de la vida. Era tanto que Sara apenas podía comprenderlo.

Emilie le entregó a Sara su taza y se sentó en el colchón junto a ella. Sara estaba segura de que se iría con ella.

—?A qué hora te marchas? —preguntó Emilie.

—No lo sé. ?A última hora de la ma?ana?

Sara esperó que le dijera: ?Llévame contigo?.

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