Yerba Buena(72)
Emilie encendió el fuego y llevó a ebullición el caldo en una olla. Colette a?adió poco a poco la pasta que habían preparado mientras Emilie batía. Cuando la pasta estuvo mezclada, bajaron el fuego y le pusieron la tapa.
—Ahora tenemos que dejar que hierva a fuego lento durante veinte minutos —indicó Colette.
—De acuerdo —respondió Emilie—. Pongamos la mesa.
El comedor era su estancia preferida de la casa. Un lado estaba cubierto por las ventanas originales que daban al jardín (había mucha corriente, pero eran demasiado bonitas como para quitarlas). Tenía puertas francesas que se abrían y Emilie había encontrado un candelabro de techo en el rastro de Pasadena, que ahora colgaba majestuosamente en el centro.
Debajo del candelabro había dos largas mesas plegables y una hilera de sillas de madera también plegables, de una empresa de eventos que le debía un favor a Alice.
Emilie planchó los manteles de lino. Colette colocó los salvamanteles individuales y las servilletas alternando entre azul, rosa y verde. Alinearon las finas velas (verde oscuro, el color favorito de Sara) y prepararon la mesa para once comensales.
Tenían platos y cubiertos a juego, también de la empresa de eventos, y copas de vino.
Había sitio para Sara y para Spencer. Para Emilie, Alice, Pablo y Colette. Y para cinco amigos de Sara, de los cuales Emilie solo conocía a un par.
El cronómetro sonó y volvieron a la cocina. Agregaron el pollo, las salchichas y las gambas a la olla, y dejaron que hirviera todo. Bajaron el fuego y agregaron las ostras y el cangrejo.
Emilie limpió las sobras de la cocina y los cuencos usados, y se giró para ver a Colette removiendo, con el pie derecho descansado sobre la pantorrilla izquierda, al igual que en aquella Navidad en casa de sus padres. Le parecía que había sido mucho tiempo atrás, que se habían ido todos muy lejos.
—Vamos a darnos una ducha —sugirió Colette—. Luego volvemos y lo probamos.
Emilie se lavó el pelo bajo la corriente de agua caliente en su ba?o con azulejos nuevos. Se depiló las piernas. Cerró el grifo y se untó crema por la piel. Se puso unos vaqueros y una camiseta, y volvió a la cocina.
Allí estaba Colette, esperándola mientras hojeaba el libro de cocina. Emilie tenía el presentimiento de que el libro podría tener respuestas para ellas, como si fuera algo más que una simple colección de recetas. Tal vez un manual de la existencia. Instrucciones paso a paso sobre cómo moverse por el mundo. Colette pasó otra página.
—?Piensas alguna vez en el hecho de ser criolla? —preguntó Emilie—. ?Alguna vez se te pasa por la cabeza?
—A veces —respondió Colette.
—Escribí un montón de redacciones sobre eso. En la universidad. Estaba intentando descubrir qué significa. Cómo encajo.
—Quiero leerlas. ?Puedo?
Emilie negó con la cabeza.
—Encontré una pila de trabajos cuando me mudé del estudio, eran muy reveladores. Me sentí avergonzada de mí misma con un simple vistazo. Tuve que tirarlos.
—Ah —murmuró Colette con el ce?o fruncido—. Pero estabas aprendiendo.
Emilie se encogió de hombros, pero la compasión de su hermana la había desarmado. Quizá tendría que ser más amable consigo misma.
Pensó en Colette la noche en que ella y Alice la invitaron a?os atrás. Qué diferente podría haber sido todo si su conversación no hubiera dado ese giro. Si Emilie no hubiera sido condescendiente, si Colette no se hubiera puesto a la defensiva. Tal vez Emilie le habría mostrado a Colette las redacciones a medida que las iba escribiendo. Tal vez se hubieran quedado despiertas hasta tarde, sumidas en largas conversaciones sobre su identidad.
—?Recuerdas cuando éramos peque?as e íbamos a esas fiestas con nuestros primos, y bailábamos la segunda línea? —preguntó Emilie.
Colette se apoyó contra el mostrador, nostálgica.
—Y las tías con sus sombrillas.
—La abuela me contó que en los bailes criollos de Nueva Orleans había seguratas que revisaban las mu?ecas de los ni?os. Si eran demasiado oscuras, no los dejaban entrar.
—Joder, eso es muy retorcido —opinó Colette—. No tiene sentido. Se mudaron aquí porque ellos eran los discriminados.
—Lo sé.
Colette negó con la cabeza.
—Ahora ya nadie baila la segunda línea —agregó Colette—. Ya no queda ninguna de las tías. He intentado aprenderme las historias, pero se ha perdido mucho.
—No obstante, tenemos esto —dijo Colette se?alando la olla con la cabeza—. ?Lista?
—Nerviosa. Pero sí, vale. Lista.
Hundieron las cucharas en la olla, soplaron para enfriar el contenido y se las metieron en la boca.
—Dios mío —murmuró Colette.
Emilie negó con la cabeza.
—?Cómo hemos podido hacer esto nosotras?
—?Es gumbo! —exclamó Colette.
Ambas se quedaron mirando la olla.
—De verdad creía que era algo mágico —comentó Emilie—. ?Es raro que me ponga triste? Sabe casi igual.