Yerba Buena(70)





Estaban juntas todo el tiempo que podían. Emilie, sentada en el apartamento de Sara observándola cortar cáscaras de naranja para remojarlas en azúcar. Sara, en casa de Emilie, ayudándola a rellenar con masilla, pintar y lijar, o sujetando la escalera mientras Emilie subía.

Emilie probaba las nuevas recetas de Sara, y Sara opinaba sobre los colores de la pintura y los estampados de la madera. Se leían en voz alta. Frecuentaban sus restaurantes favoritos. Se quitaban la ropa una y otra vez.

Un miércoles por la noche, Colette, Alice y Pablo se unieron a ellas en el jardín y proyectaron una película de Hitchcock en la fachada de la casa. Durante el resto de la semana se mandaron mensajes sobre el vestuario, los decorados, las tomas largas y la iluminación cambiante. ?Hagámoslo todas las semanas?, sugirió Alice y todos aceptaron.

Así que todos los miércoles por la tarde, Emilie preparaba el jardín. Hacía mucho que conocía el placer de ser consciente de las bebidas y los aperitivos preferidos de sus amigos, y de poder ofrecérselos en el momento adecuado. Ahora también tenía una colección de vasos grabados, una pila de platos acristalados en blanco hechos de una arcilla especial francesa y candelabros de latón: objetos poco comunes que había encontrado mientras buscaba herrajes y apliques propios de la época para la casa en un mercadillo de segunda mano.

Pablo aparecía por la puerta del jardín y Alice tras él. Colette salía de la casa o volvía de un recado con el pelo recogido y vestida para relajarse.

Y luego aparecía Sara por el vestíbulo, entre las hojas y los pájaros tropicales del papel de pared, quitándose la chaqueta y saludando a Emilie con un beso.

Llegaba la pizza. Se sentaban en la oscuridad, y las luces brillaban en lo alto mientras Grace Kelly miraba a hurtadillas por una ventana o mientras Tippi Hedren se subía un bote para atravesar Bodega Bay.

—?Oh, no! —lloraba Pablo—. ?Han venido los pájaros y Cathy no ha recibido su pastel!

Qué afortunada se sentía Emilie en medio de todos ellos, asegurándose de que tuvieran mantas mullidas para cuando se levantara la brisa.

Cuando terminaban de ver las películas, entraban a la casa y se sentaban en el suelo, porque no había bastantes muebles para todos. Colette y Emilie habían heredado la colección de discos y el reproductor de sus padres, como consecuencia de la separación. Una noche, Colette puso The Neville Brothers.

—La música de la juventud de nuestros padres —explicó Emilie a los demás.



La ma?ana que iban a liberar a Spencer, Emilie preparó café como de costumbre en la gran cocina de azulejos verdes. Le llevó una taza a Colette, que estaba revisando pruebas en el comedor.

—Mmm, gracias —murmuró con los ojos fijos en la pantalla del ordenador. últimamente, su trabajo se había vuelto todavía más importante para ella, porque sería capaz de hacerlo tanto si vivía en Long Beach como si vivía en San Francisco con Thom.

Emilie tomó las otras dos tazas y las subió a su habitación, donde Sara estaba despertándose.

Se sentaron en el colchón sobre el suelo, de cara a la ventana que daba al mar.

—?Cómo te encuentras? —le preguntó Emilie—. ?Estás nerviosa?

—Un poco, pero sobre todo estoy feliz.

Emilie vio que era cierto, que había un sentimiento más ligero en Sara. Se tomó su café más rápido, parecía más despierta. Emilie quería sentirse feliz por ella (se alegraba por ella, por supuesto), pero había algo de lo que no podía deshacerse. Un recuerdo de Colette ense?ándole a tocar la guitarra antes de cerrarle la puerta de su habitación. De Bas derrumbando muros con ella para luego marcharse. Emilie sabía que las cosas podían ir bien (incluso ser algo precioso) y luego, sin previo aviso, terminar.

Sara había sido suya esas semanas. Sí, todavía creaba recetas y formaba a camareros. Sí, veía a sus amigos. Pero más que nada, estaba con Emilie.

Y ahora su hermano iba a volver a casa. Emilie se armó de valor y decidió adelantarse:

—Sé que tal vez ahora no vengas tanto —le dijo—. Durante un tiempo.

Sara se inclinó hacia ella y le dio un beso en la clavícula.

—Claro que vendré.

Y ella fue. Un poco menos, sí, pero no tanto como Emilie había temido. Y a veces llevaba a Spencer con ella. Emilie casi rio cuando los vio juntos ante su puerta por primera vez. El mismo cuerpo larguirucho, el mismo pelo corto rubio, los ojos igualmente azules. Sara los presentó, y Spencer la saludó y sonrió. Tenía el mismo hoyuelo en la mejilla izquierda.

Paseó por la mansión, fascinado.

—Tu casa es realmente bonita —dijo varias veces. Emilie rio.

—Lo sé —le contestó—. Ojalá pudiera quedármela.

Spencer era menos reservado que Sara y no ocultaba tanto su pasado. Una tarde, Colette puso música de Johnny Cash y Spencer comentó: ?Sara, papá siempre ponía esto, ?recuerdas??.

Otra noche decidieron jugar al póquer y sugirió:

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