Yerba Buena(65)
Estaba radiante.
—Hola, hermana —la saludó desde la acera.
—Hola, hermana —respondió Emilie—, bienvenida a casa.
Bas llevó las cajas de Colette, una a una, hasta la mansión, al dormitorio que había elegido Colette en la planta baja. Emilie sabía que permitirse esperar que esa cercanía durara era un riesgo. Pero Colette la había elegido a ella por sobre los demás, aunque eso significara vivir en una casa cavernosa sin terminar, por lo que Emilie, a pesar de sus temores, estaba contenta.
Establecieron una especie de rutina, un modo de estar juntas. Colette se levantaba a las cinco de la ma?ana para revisar artículos para una revista online. Su amiga Rachel le había conseguido el trabajo y ella se cuidaba de hacerlo bien.
—El horario es horrible —había comentado Emilie.
—No tengo elección.
Emilie lo entendía. Colette era inteligente y comprometida, pero no tenía una educación formal ni experiencia laboral significativa. Así que, tras esa conversación, Emilie siempre apoyaba que su hermana se levantara pronto y fuera tan autoexigente. Cuando comenzaba su día, un par de horas después, lo primero que hacía era prepararle un café a Colette, y cuando esta terminaba su primer turno, paseaban juntas por el camino pavimentado junto a la playa.
Cuanto más explicaba Colette el lugar en el que había estado, menos lo comprendía Emilie. ?Era una secta? ?Un retiro? ?Un centro de terapias? ?Una comuna? Finalmente, decidió que no había palabras para describirlo. Simplemente, era lo que era.
Colette se había enamorado mientras estaba allí. Se llamaba Thom, ahora vivía en San Francisco, pero a veces iba de visita los fines de semana. Era una década mayor y tenía una hija de siete a?os llamada Josephine. Emilie se mostró escéptica al principio, pero empezó a gustarle a medida que pasaban los meses. Y Josephine le gustaba todavía más. Cuando iban los dos de visita, Emilie se aseguraba de guardar las herramientas eléctricas. Una vez, para darles a Colette y a Thom una tarde para ellos solos, Emilie se llevó a Josephine al acuario de Long Beach. Emilie observó cómo la ni?a acariciaba suavemente una estrella de mar con la yema del dedo índice.
Pronto podría ser su tía, pensó.
Emilie pulió las lámparas de latón originales y retocó la pintura de los medallones. Aplicó yeso nuevo en la cocina, donde no había valido la pena salvar ninguno de los armarios. Eligió azulejos de color verde oscuro para la pared, tan atrevidos y dramáticos que Ulan negó con la cabeza cuando los vio en las cajas.
—Tienes que elegir detalles que vayan a gustarle a todo el mundo —le aconsejó más tarde por teléfono—. Si es algo demasiado osado, el comprador no sentirá que es suyo.
—Lo entiendo —repuso Emilie—, pero la casa me dijo que los quería verdes.
—Haz lo que quieras. Llámame cuando hayas terminado.
Se sentía mal por decepcionar a Ulan, pero también supo que tenía razón cuando él volvió después de que estuvieran colocados, se paró, dio un paso atrás para evaluarlos y asintió con aprobación.
Y luego, una noche, mientras cenaba con Alice, Pablo y Randy en un restaurante que había elegido Alice, Randy empezó a impartir una charla sobre tendencias inmobiliarias y Emilie se reclinó en su silla, para tratar de asimilar lo que decía. Unas pesadas cortinas de terciopelo cubrían tramos de pared para darle al lugar una sensación de intimidad. Le gustaban los colores, rojo y verde profundos. La mayoría de los demás comensales eran jóvenes, como ellos. El ambiente era más relajado que en otros restaurantes de Los ángeles y había más visibilidad LGBTI. Vio una mesa de mujeres en un rincón y se dio cuenta de que dos de ellas estaban tomadas de la mano. Luego vio que una de las otras mujeres la estaba observando. Desvió la mirada (no quería que la pillaran observando) hasta que poco a poco le llegó la comprensión, volvió a mirar y se encontró con que Sara levantaba la mano a modo de saludo.
—Ahora vuelvo —dijo Emilie a sus amigos. Se levantó de la mesa buscando el ba?o. Entró. Le temblaba todo el cuerpo. Se miró en el espejo, tenía la cara enrojecida y acalorada. Pero sus ojos de color avellana eran claros, su pintalabios, uniforme, y el pelo se le veía bonito cayéndole en ondas sobre los hombros. Estaba tan preparada como podía estarlo.
Abrió la puerta.
Ahí estaba Sara, esperando.
—Hola —le dijo.
—Hola —respondió Emilie.
La tensión entre ellas era más fuerte que nunca.
—Mis amigas se van ya —empezó Sara—, pero me preguntaba si podría esperarte, si estás libre después de esto. Si es lo que quieres. Supongo que estás con la mujer que está a tu lado en la mesa. No quiero excederme. Solo quiero… me gustaría darte una explicación. Una disculpa. Me gustaría hablar contigo si quieres.
—Sí —contestó Emilie—. La verdad es que me gustaría.
—Vale —murmuró Sara—. Bien. —Se pasó la mano por el pelo. A Emilie le pareció un gesto de alivio—. Te esperaré en la barra. No hay prisas.