Yerba Buena(60)
—Ah, gracias —le dijo él. Iba a dar un sorbo, pero se detuvo—. Por… —Confundido, con la cabeza con el brazo extendido.
—Papá, no necesitamos un brindis.
—Joder.
—Lo sé.
—Joder. ?Qué te ha dicho?
—Que se iba a Nueva York y que tú te marchas de la casa.
—Y una mierda me voy a marchar de la casa. Yo construí esa puta casa.
—?Vas a luchar por ella?
él tomó el último trago de vino y se levantó para servirse otra copa.
—Me quedaré con los Davis.
—Me parece buena idea. —Detestaba la idea de pensar que estuviera solo en algún sitio, pero los Davis eran unos de sus mejores amigos, así que eso era bueno. Aunque también eran amigos de Lauren, ?no? Tenía la cabeza hecha un lío, al intentar encontrarle sentido a cómo iba a funcionar todo.
—Oye —empezó—, Emilie. Creo… que me tendré que tomar un descanso del trabajo.
—?El trabajo?
Y luego lo comprendió de golpe, como si estuviera viéndolo a través de rayos equis. Se refería a la casa. A sus horas juntos. A los martillazos, las mediciones y los viajes en coche. Se refería a los aviones que volaban sobre ellos. Bas no quería escuchar lo que la había entristecido, o se le había olvidado completamente. Todo había acabado.
La acercó para darle un abrazo.
—Solo necesito reorganizarme, espero que lo entiendas.
—Por supuesto —contestó ella.
El cielo se estaba oscureciendo. Bas se había ido. Y el descuidado jardín parecía menos lleno de promesas.
Aun así, algo se arremolinaba en su interior.
Quédate aquí.
Su padre diciéndole que no mirara. Colette en una camilla. Su madre hablándole del tipo de chica que era, de lo que iba a hacer. Había esperado tanto tiempo. Había esperado todo este tiempo, para darle a Colette la oportunidad de ponerse al día con ella. No tenía ningún sentido. Por qué iba a hacerse a sí misma algo como eso. Y aun así, ahí estaba, sola de nuevo. Las mismas palabras, esta vez en boca de su padre.
?Quédate aquí?.
Colette estaba muy lejos, ocupándose de sí misma. Ya era hora de que Emilie hiciera lo mismo. Era hora de continuar con la casa de Claire, con o sin su padre.
Volvió dentro.
Se plantó bajo las vigas expuestas, donde antes estaba el techo.
Quizás al principio se hubiera imaginado una excavación, en lugar de una demolición. Como si al pasar la remodelación de los setenta fuera a encontrarse con la gloria de los a?os veinte: suelos de madera y detalles antiguos, algún mensaje secreto grabado en una puerta. Pero lo habían arrancado todo y no habían hallado nada. Nada era encantador ni estaba encantado. Los cables de las paredes que habían derribado estaban pegados a las vigas con cinta adhesiva. Las paredes que habían quedado eran las de una casa embrujada: raspadas y descoloridas. Los suelos eran desiguales, salpicados de grapas y de clavos, y el patio trasero estaba lleno de escombros. Había dos ba?os abandonados, una ba?era y dos lavabos de pedestal, uno de los cuales ahora tenía el cuello roto.
?Qué habían hecho?
Solo otra serie de rupturas.
Pero no, pensó. No hacía falta que terminara. Ahora solo eran dos (ella y la casa), mientras la noche caía y la brisa se levantaba golpeando la puerta y susurrando entre las hojas de magnolia. Había intimidad en el momento, no soledad.
—Háblame —le pidió a la casa.
Las semanas pasaban. Sus padres se peleaban y acudían a ella, cada uno con sus quejas, sus necesidades y su rabia. Ella escuchaba y asentía, y cuando se marchaban, tomaba las fotografías de Claire y las extendía por el suelo. Claire de ni?a en Nueva Orleans. Claire vestida de novia con un ramo de gladíolos en la mano. Claire organizando una fiesta de Navidad, o sirviendo vino en una copa.
Esta casa le rendiría homenaje.
Usaba las fotografías, usaba sus recuerdos.
Dorado, pensó.
Y flores.
Y luz. Tenía que elegir el papel tapiz y llevar los cubos llenos de picaportes de cristal para venderlos en el mercadillo de segunda mano. Tenía que mover y restaurar una ba?era de doscientos kilos, y le faltaba probar los colores para las paredes.
Así que esto era lo que sentía: recibir un golpe, tomarse una pausa y seguir adelante a pesar de ello. No empezar de nuevo, sino continuar.
Los Santos le recomendaron a un contratista para que la asesorara en todo el proceso; un amigo de la familia, también de Filipinas. Tenía sesenta y tantos a?os y estaba a punto de jubilarse. Era un poco sentimental. Vio el Coupe de Ville la primera vez que la visitó y le pidió a Emilie que lo llevara a dar una vuelta. Fue a principios de verano, por lo que ella bajó la capota y luego dieron un paseo junto al océano.
—Así que quieres restaurar casas —le comentó.
—?Casas? —preguntó ella—. No lo sé.
—Tienes mucho que aprender —le dijo el contratista—. Pero veo que te encanta.