Yerba Buena(59)
Se levantaron, se sacudieron el césped de la ropa, subieron al Coupe de Ville y regresaron a casa.
Al final de la segunda semana de trabajo, habían arrancado toda la moqueta, dejando al descubierto la madera desgastada en algunas habitaciones y el contrapiso en otras. Habían sacado también el papel pintado y ahora las paredes estaban descoloridas, pero lisas. Habían quitado el linóleo de la cocina y había salido más linóleo. Faltaban trozos de la pared del ba?o porque habían pasado un agotador fin de semana extrayendo los azulejos. Habían arrancado el inodoro, al igual que la ba?era y la triste ducha con su cortina de vinilo.
La demolición parecía lo que era (algo apresurado y apasionado), y ahora que habían concluido no habían planeado qué hacer a continuación.
—Esta es la parte divertida —había estado diciendo Bas desde el primer día—. Es mejor comenzar por el trabajo duro y luego dejar que la casa nos hable.
Emilie creía en esa idea, en que la casa les diría qué era lo correcto, así que aunque su mente a menudo se planteaba colores para los nuevos azulejos, y decidía cómo podrían jugar con el plano del suelo y qué tinte elegirían para la madera del suelo, intentó detenerse y centrarse en la tarea que tenía entre manos y en cómo se sentía su cuerpo.
Un nuevo dolor. Una nueva fuerza.
Al final, la casa les hablaría. Cada golpe con el mazo o con el cincel, cada clavo arrancado y los azulejos esparcidos por el suelo los acercaban al momento de escuchar lo que tendría para decirles.
Una tarde en la que Emilie estaba trabajando sola en la casa, Lauren la visitó; antes de llegar le había enviado un mensaje y Emilie se preparó para recibir malas noticias de Colette.
Pero lo que le transmitió Lauren cuando apareció en el patio trasero fue algo inusual. Cierto temblor y nerviosismo. Emilie salió para saludarla.
—?Tienes hambre? —le preguntó—. Tengo que ir a comprar, pero hay almendras. ?Te apetece un té?
—Siéntate conmigo.
Emilie la siguió hasta la mesa y las sillas que había bajo la buganvilla.
—Te serviré un poco de agua.
—Tú solo siéntate. —Emilie le hizo caso—. Voy dejar a tu padre. —Le agarró la mano a su hija—. Se lo he dicho esta ma?ana. Me voy una semana a Nueva York y le he pedido que aproveche ese tiempo para buscar un sitio donde vivir.
El rosa de las buganvillas era explosivo, casi demasiado brillante como para contemplarlas. Emilie se encontró a sí misma considerando el peso de las plantas, como si este fuera demasiado como para que la cerca que habían invadido pudiera soportarlo. Luego volvió con su madre al momento presente.
—Así que… ?es como una separación? —preguntó.
—Sí. Una permanente.
—?Un divorcio, entonces?
—Sí.
—?Por qué?
Lauren respiró hondo.
—Lo sé desde hace mucho. He intentado que funcionase, pero sé que nunca sucederá —continuó exponiendo las palabras que había ensayado, mientras le temblaban las manos. Emilie nunca la había visto así, tan insegura de sí misma. Estaba intentando justificar su decisión.
Emilie estaba desarmada. No quería ser la fuente de incomodidad de su madre. Le estrechó la mano.
—No tienes que sentirte culpable —le dijo.
—No me siento culpable —replicó Lauren, y Emilie se arrepintió de haberlo dicho—. Es lo mejor para todos nosotros.
Emilie la escuchó en silencio durante el resto de su visita.
Cuando Lauren se marchó, volvió a entrar en la casa.
Notó que tenía espinas en los dedos, y una tierra que no había notado debajo de las u?as. Quería a Colette, pero estaba en algún lugar de la costa sin su móvil. Pablo estaba ocupado con su próxima exposición. Lo llamaría después, por la noche. Lo intentó con Alice, pero estaba trabajando y no respondió. ?Cuándo se le habían formado esos callos en las manos? ?De dónde eran esos ara?azos? Tendría que ponerse guantes.
Se obligó a levantarse y a preparar una tetera. Tal vez debería haber sabido lo que iba a ocurrir, tendría que haber prestado más atención. Cuando sacó la bolsita de té de la tetera y la dejó caer, humeante, en el fregadero, se dio cuenta de lo que esta nueva realidad podría significar para ellos. Tomó conciencia de lo importante que era. La fiesta de Navidad, los brunches, incluso las cenas en el Yerba Buena. Los cuatro, por mucha tensión que hubiera entre ellos. Los cuatro, como siempre había sido.
Bas se presentó más tarde con los ojos enrojecidos e hinchados, y el rostro, habitualmente afeitado, salpicado de pelusilla. Cuando Emilie lo abrazó, incluso su olor le resultó desconocido.
—No sabía que iba a decírtelo —murmuró caminando de un lado a otro—. Creí que todavía íbamos a ver si podía funcionar.
Emilie abrió una botella de vino tinto sin preguntar, llenó dos copas y le entregó una.