Yerba Buena(62)
Colette, furiosa, con los ojos como platos y agitando el bote, le había gritado: ??Esto es mío! ?No toques nada que me pertenezca!?.
Emilie asintió, aunque Colette no podía verla.
—Lo sé —dijo finalmente.
—Lo lamento muchísimo —agregó Colette—. Antes de eso teníamos una relación muy cercana. Quiero recuperarla. ?Recuerdas que antes de que las cosas se pusieran tan feas te estaba ense?ando a tocar la guitarra?
—Claro que sí —respondió Emilie—. Lo recuerdo todo. —Silencio de nuevo—. Espera un momento —le pidió Emilie. Estaba observando una flor de magnolia que colgaba a baja altura, enorme y blanca en medio de la noche. Dejó el móvil en el escalón, enterró el rostro entre sus pétalos y respiró su aroma. Luego volvió a tomar el teléfono—. Oye —le dijo.
—Oye.
—Acabo de dejarte en espera para oler una flor.
Colette rio.
—?Cómo huele?
—Es una flor de magnolia.
—Por Dios, me encanta ese árbol.
—Vale, mira. No sé si seguiré aquí. Cuando el suelo esté listo, solo me quedarán el papel de pared y la pintura. Y cuando termine, no voy a quedarme. Pero, por supuesto, hablaba en serio cuando le prometí a la abuela que te ayudaría. Así que, cualquier cosa que necesites, dímelo.
—No es por el dinero —se explicó Colette—. Estaré trabajando. Podemos compartir el alquiler. O la hipoteca, lo que sea. Solo piénsalo. Si no quieres, lo entiendo. Pero piénsatelo y luego dímelo.
Durante un tiempo, Emilie había asumido que se quedaría con la casa.
Pero aunque el comedor le recordaba las comidas navide?as y la cocina le traía a?oranzas de sus abuelos removiendo el gumbo, barajando mazos de cartas y ense?ándole a jugar, descubrió que no quería vivir ahí. No para bien. Colocó con cuidado una hilera de fotografías en la pared de su dormitorio. Chinchetas doradas contra el rosa brillante de la pared, colocadas alrededor de las imágenes para que no se da?aran. En cada una de las fotos, sus abuelos posaban frente a una casa que habían alquilado o comprado; las organizó en orden cronológico: la casa familiar de Nueva Orleans, el proyecto de vivienda en House Central, el dúplex en Compton, la casa de Inglewood en la que ahora vivía Michael, un bungalow en Watts, y finalmente la gran casa de Long Beach en la que se habían quedado hasta que murieron.
Emilie ahora quería elegir una casa para sí misma. Quería continuar el camino que ellos habían trazado.
Bas reapareció a tiempo para ayudarla con los últimos detalles. Emilie no le había contado lo que había estado haciendo (ni siquiera la mitad de ello) y lo observó mientras asimilaba todo.
—Vaya —decía—. ?Guau! —alababa sacudiendo la cabeza, sin palabras, paseando por todas las habitaciones—. Esto no es lo que…
Ella se apoyó contra la pared y dejó que buscara las palabras adecuadas. No necesitaba su aprobación. Ya sabía que era preciosa, ya se lo habían dicho Ulan, Alice, Pablo y Randy, quien había puesto la casa a la venta por ella.
Era una tarea que se le daba bien. Y le encantaba.
—Esto es… —empezó Bas, pero justo en ese momento Emilie recibió una llamada y levantó la mano para interrumpirlo.
—Tengo que contestar —declaró—. Pero me alegro de que te guste.
En dos días había recibido catorce ofertas.
—Vamos a celebrarlo —sugirió Randy—. Llamaré a Pablo. Puedes invitar a Alice, si quieres.
Se reunieron aquella noche en un nuevo restaurante de tapas en Belmont, mejor que cualquier cosa que hubiera en Long Beach cuando eran peque?os. Los cuatro se sentaron ante una mesa luminosa, pidieron sangría, paella y una docena de platitos para compartir.
—?Y ahora qué, Emilie? —preguntó Alice.
Emilie tomó un sorbo de vino.
—Quiero hacerlo otra vez —anunció.
—?Tienes algún sitio en mente? —preguntó Pablo, y Randy simuló parar la oreja y escuchar. Todos rieron.
—Supongo que te preguntaré a ti, Randy. ?Tienes algún diamante en bruto para mí?
La expresión de Randy cambió.
—Joder, sí, tengo un sitio. No sé si es… es decir, está muy destruido. Pero podría ser espectacular.
—?Es muy caro? —quiso saber Emilie.
—Sí, está en Ocean Avenue. Es una mansión, una de verdad. Pero con lo que acabas de ganar, puedes adquirirla sin problemas. Podemos ir juntos y echar una ojeada.
Emilie asintió.
—Ma?ana —aceptó.
—Disculpe —le dijo Randy a la camarera—, ?me puede traer otra jarra para mi mejor clienta?
—Oh, no —bromeó Emilie—. ?Qué he hecho?
—Ten cuidado con este chico —advirtió Pablo—. Si no tienes cuidado va a hacer que compres todo Long Beach.
Pero Alice no se rio. Tenía la mirada fija en Emilie, que inclinó la cabeza, confundida.