Yerba Buena(57)
Pensó que tal vez lo haría durante las próximas semanas o meses. Sin embargo, por el momento, lo miró a los ojos y le dijo: —Sí.
Trabajaron en la casa todos los días de la semana siguiente. Una tarde después de horas arrancando partes de moqueta y con montones de polvo elevándose con cada pieza que se desprendía de las esquinas, salieron al patio en busca de aire. Emilie se masajeó las manos, primero la izquierda y después la derecha. Sabía que el dolor que sentía en tantos músculos peque?os (en manos, antebrazos, piernas y espalda) significaba que se estaba volviendo más fuerte. Sintió un orgullo poco conocido, diferente de la satisfacción que experimentaba al completar un arreglo floral, porque esto no tenía nada que ver con combinar algo que ya era hermoso, sino con cómo se sentía cuando derrumbaba paredes y arrancaba suelos, o aprendía qué herramientas usar y cómo se llamaban.
—Háblame de los otros lugares en los que viviste de peque?o —le pidió Emilie a su padre—. Vi todas las fotos y cartas de la abuela. Me encanta que muchas se las hicieran delante de sus casas.
Bas tomó un trago de cerveza y se apoyó con los codos.
—Bueno, había una en Compton. Esa fue la primera después de haber abandonado todos los proyectos. Luego nos mudamos a Inglewood, al lado de mis primos. Las casas eran bonitas, pero estaban justo debajo de la ruta de vuelo. El ruido sacudía las ventanas. Todos los adultos lo odiaban, pero, como ni?o, a veces me parecía divertido. Mis primos y yo nos tumbábamos en el patio trasero y esperábamos a los aviones. Volaban justo por encima de nosotros. El viento, el ruido… era emocionante.
Emilie sabía que habían terminado por ese día. Bas no estaba acostumbrado a hacer tanto trabajo (de hecho, llevaba a?os sin hacer nada de nada) y, aunque su disfrute era evidente, ella podía ver que estaba cansado.
Pero ese momento, ese tiempo con él, no quería que terminara. A veces, durante el día, se preguntaba si podría haber tenido eso con él todo el tiempo. ?Acaso su padre siempre había estado dispuesto a pasar horas y días con ella? ?Simplemente estaba esperando a tener la razón o el proyecto adecuado? ?Podría haberlo llamado, digamos, hace dos a?os, cuando todavía estaba arreglando flores para el restaurante y antes de que Jacob moviera su espacio de trabajo junto a ella? Si se lo hubiera pedido, ?Bas la habría ayudado a convertir su apartamento en un lugar más alegre? Un lugar que la llenara de confianza de un modo que cuando Jacob le pidiera ?quiero ver dónde vives?, ella hubiera sido una persona totalmente diferente y le hubiera dicho: ?Claro, tráete a tu esposa, me muero de ganas de conocerla?. ?Habría aparecido allí Bas con su cinturón de herramientas, una caja de azulejos para la pared, una tabla de cortar para la encimera, barras de cortina y herramientas para el yeso? Pero, más que eso, después de todo, cuando hubieran terminado y Emilie se sintiera en casa, ?habría aparecido con las manos vacías, habría subido por las escaleras y se hubiera sentado con ella, sin hacer nada más que tomar café y hablar, contándole su día sin pedirle nada a ella?
Tal vez lo habría hecho. Nunca lo sabría. Pero haría que durara todo lo que pudiera. Bas se estaba terminando la cerveza y pensando en el pasado. Su expresión se había vuelto melancólica. Entonces Emily preguntó: —La casa de Inglewood, ?recuerdas dónde está?
—Lo recuerdo perfectamente.
—Pues vayamos.
Bas agarró las llaves de la encimera, pero luego se detuvo.
Abrió la puerta lateral del garaje, buscó en un cajón y sacó un viejo llavero.
Emilie negó con la cabeza.
—No creo que arranque.
—Podemos saltar dentro de él —replicó él—. Vamos.
Las puertas del garaje se abrieron por primera vez en a?os (levantando polvo y calor) y ahí estaba el viejo Coupe de Ville de color granate, con el techo blanco y los asientos de cuero negro, y Bas fingió que se le aflojaban las rodillas al verlo.
—Un sábado de marzo de 1974. Papá estaba trabajando durante el fin de semana en una casa. Mamá llevaba un traje blanco y lo sacó del aparcamiento.
—?Estabas ahí?
—Dijo que necesitaba ayuda para negociar, pero luego no me dejó decir ni una palabra.
Emilie sonrió.
Hizo falta más que un salto para poner en marcha el coche (les llevó unas cuantas horas y la ayuda de uno de los amigos de Bas), pero finalmente lo lograron. Emilie se sentó en el asiento del copiloto y Bas condujo hasta Los ángeles por la periferia de la ciudad de Long Beach porque, a pesar de que seguía diciendo que el coche funcionaba tan bien como hacía cuarenta a?os, no se sabía cuánto iba a durar.
Tomaron un desvío una vez pasada la casa de Compton en la que vivía cuando era ni?o. La reconoció por la foto, y pensó en sus abuelos comprando su primera casa en Los ángeles.
Giraron hacia Normandía, y Bas aminoró la velocidad.
—Aquí, creo que era… No, esa no era. Puede que en esta manzana… ?Esta!
Se detuvo ante una casa modesta, con rosales y un césped verde.