Yerba Buena(53)
Otra barra, más larga y recta. Un mostrador de mármol blanco con adornos de vidrio soplado colgados sobre él, como una fila de peque?os soles. Más palmeras, más flores. Se sintió mareada, alejada del tiempo. Sintió que había tropezado con una vida diferente.
—?Sacando ideas? —preguntó Jacob desde el vestíbulo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí; quería que se marchara, que la dejara a solas. Pero también supo, al darse la vuelta para responderle, que algún día aceptaría su oferta de empleo. Que se forjaría su casa tras esa barra.
Azahar.
Lima.
Humo.
Cereza.
—Sí —respondió echando otro vistazo a las flores—. Es lo que hago. Me gustaría poder usar la cocina.
—Por supuesto.
Le mostró los sacos de azúcar, los cítricos y las especias.
—?Semillas de cardamomo? —preguntó Sara.
—Me gusta por dónde vas —comentó él ofreciéndole un pu?ado.
Después de aquel lunes en el Yerba Buena, Sara preparó lote tras lote de sus siropes simples, perfeccionando las proporciones de cada ingrediente. Preparó shrub de cereza, probó mezcales para encontrar el grado adecuado de humo. Eligió un amaro y un Green Chartreuse. Preparó agua de azahar y dise?ó aderezos. Una tarde, antes de que abriera el restaurante, les presentó la carta a Jacob, a Megan y al jefe de cocina; les habló acerca de cada cóctel antes de dejar que los probaran. Sabía que ese era su mejor trabajo.
Así que cuando llegó aquella ma?ana para formar al personal del bar, se sentía segura. Estaba satisfecha. Y luego había visto a Emilie, primero de espaldas a Sara (con el cabello oscuro y ondulado cayéndole por los omóplatos, poniéndose de puntillas para colocar un largo helecho en un jarrón), y se había quedado sin aliento.
Mientras Sara removía, saboreaba y garabateaba notas sobre las proporciones, a menudo pensaba en las flores. En lo cautivada que se había sentido por ellas, en lo mucho que la habían asombrado. Cuanto más de cerca miraba, más colores y texturas veía. Se había hecho eco de esa complejidad con sus sabores. Nada era simple, nada era familiar. Si las flores hubieran sido diferentes, tal vez Sara no habría dise?ado esa carta.
Y ahí estaba la persona que las arreglaba. La tenía ante ella, perdida en su trabajo.
También estaba llegando el personal de la barra.
El jefe de los camareros pasó junto a Sara sin saludarla. A ella no le sorprendió su desaire; al fin y al cabo, había reemplazado su carta. él dejó el casco de la bici en una mesa cerca de la parte delantera.
—Ahí es donde se sientan Jacob y Emilie por las ma?anas —le dijo Megan—. Vamos a la parte de atrás.
Por supuesto, pensó Sara. Jacob tenía que sentarse todas las ma?anas con una mujer que no era su esposa. Había visto a Lia algunas veces, le había servido cócteles en Odessa.
—En realidad, podemos ir directamente a la barra —sugirió. No quería malgastar el tiempo de nadie. Estaba preparada para mezclar, servir y formarlos—. Voy a repasar todo lo que hay allí.
Pasó junto a la mujer que arreglaba las flores y se dio cuenta de que la estaba mirando. Sara deseó que todavía estuviera allí cuando terminaran la formación.
Y allí estaba.
De pie frente a la mesa extendiendo los helechos, de nuevo inmersa en su trabajo. Las hojas tenían la misma forma y el color que conocía de hacía tanto tiempo, como si esa chica los hubiera sacado del bosque de la infancia de Sara mientras se dirigía al trabajo.
Sara los ansiaba. Quería tocarlos, le preguntó si podía hacerlo y ella le concedió permiso.
Los helechos con ese brillo y esos bordes rizados… había pasado tanto tiempo.
Se volvió hacia la mujer. Intercambiaron sus nombres y Emilie extendió la mano.
Se saludaron con un apretón y Sara la deseó más. Se dio cuenta del rubor de Emilie (era innegable) y supo que podía conseguir algo más de ella. Pero entonces recordó lo que había dicho Megan cuando habían llegado.
?Ah?, comprendió Sara. ?La Emilie que se sienta con Jacob?.
?Había malinterpretado su rubor? ?El modo en el que Emilie la miraba? Tal vez no, pero daba igual. Los labios de Emilie eran rosados y suaves; Sara se imaginó apoyando la mejilla en la palma de su mano, acercando su rostro al de ella para besarlo. Pero lo había dejado estar. Emilie parecía incómoda, cohibida, y Sara no quería que se sintiera de ese modo.
?No pasa nada, lo entiendo?, le dijo.
Sara se llevó una mujer a casa aquella noche, algo que pocas veces hacía, aunque le llovían las ofertas sin cesar desde que trabajaba en la barra. Tenía práctica para ser bastante amigable, para el rechazo amable o para el ?no? tajante cuando era necesario. Pero esa fantasía (la de poner la mano en la mejilla de Emilie y acercarla a ella) no dejaría descansar a Sara. Así que, cuando una mujer se quedó hasta tarde, pasada la hora en la que se fueron sus amigos, pasada la hora en la que se fueron todos los demás, Sara se rindió. Se acostaron en el sofá de la peque?a sala de estar de Sara. La mujer se acercó rápidamente y Sara sintió un arrebato de ternura por ella. (?Se llamaba Christa o Christine? Había mucho jaleo en la barra cuando se lo había dicho). Pero pronto el vacío se apoderó de ella. Ese inevitable sentimiento. La razón por la que ninguna relación le duraba mucho.