Yerba Buena(49)
Se acabó la ensalada y volvió a mirar la carta. No había ragú, así que tendría que elegir algo diferente. Pensó que, pese a que todavía era invierno, había alcachofas, cebollines, ajos tiernos y albaricoques. Pasó el tiempo y apenas se dio cuenta. Eligió pasta con habas, aceitunas negras y ricota salada. Sara volvió, como si fuera un milagro, y Emilie pidió.
—?Quieres otro? —preguntó Sara tomando la copa vacía de Emilie.
—Sí, pero esta vez quiero algo diferente.
—Ahora te traigo la lista de cócteles.
Emilie negó con la cabeza. Esperó lo suficiente como para que Sara la mirara y luego dijo simplemente: —Quiero cualquier cosa que me des.
Vio cómo cambiaba el rostro de Sara mientras registraba la invitación de Emilie y esbozó una breve sonrisa. Emilie no apartó la mirada cuando sintió que se sonrojaba, y su rubor hizo que la sonrisa de Sara se ensanchara.
—Está bien —aceptó Sara y esperó un momento más antes de darse la vuelta, sin dejar de mirar a Emilie como si quisiera asegurarse de que aquello era lo que ella creía que era, y luego volvió a sonreír y repitió—: Está bien.
En lugar de prepararlo en su espacio de trabajo a unos pasos de distancia, Sara volvió al asiento de Emilie con las botellas que había elegido. Sara no la miró, pero Emilie supuso que ella debía mirarla. Había algo de un marrón intenso con una etiqueta dorada. Algo más ligero en una botella más peque?a. Sara vertió una medida de la primera y después de la segunda, y removió con una cuchara larga de latón en un vaso de tubo lleno de hielo. Emilie vio de nuevo sus tatuajes mientras removía, todavía demasiado lejos como para poder leerlos. Quería preguntarle a Sara por ellos, pero no confiaba en sí misma como para dejarlo en una sola pregunta. Sintió su insaciabilidad, sabía que necesitaba acorralarla. Y sabía que a Sara le preguntarían por ellos a todas horas, montones de personas cada noche a lo largo de las noches en las que llevaba los brazos desnudos, y Emilie no quería formar parte de ese montón. Así que se obligó a mantener la pregunta en silencio y confió en la esperanza de que, más tarde aquella misma noche, tuviera la oportunidad de verlos por sí misma.
Luego Sara echó dos chorritos de una peque?a botella de bíter. Abrió la tapa de un frasco plateado y tomó una pizca de lo que contenía. Volvió a remover. Y luego, con un cuchillo diminuto que puso peligrosamente cerca de su pulgar, cortó una lámina perfecta de cáscara de naranja y la echó en el vaso. Colocó la bebida delante de Emilie, la miró a los ojos y le sonrió. Emilie era consciente de lo cerca que tenía los dedos de Sara, podría haber rozado el pecho de Emilie si se hubiera acercado un solo centímetro más.
Entonces Sara se fue al rincón más alejado de la barra para atender a otra persona y Emilie se sintió sola sin ella. Pero tenía la bebida, su regalo, así que se la llevó a los labios y bebió. Era intensa. No se sintió decepcionada. De algún modo, cada vez que volvía a probarla, sabía diferente. A té negro, a cereza o a clavo. Fue difícil no terminársela demasiado rápido; le quedaban al menos un par de horas, tenía que mantener el ritmo. Al mismo tiempo, se preguntó si Sara volvería hacia ella si vaciaba el vaso. La vio flotar de un cliente a otro, sin analizar demasiado la barra, intuyendo de algún modo quién podía necesitarla. Cuando a Emilie le quedaba media bebida, la pareja que estaba a su lado se marchó y llegó una nueva. Tendrían más o menos su edad e iban vestidos con traje tras haberse pasado el día en la oficina. él llevaba una corbata a rayas y ella usaba medias de red. Emilie tomó un sorbo. Esa vez le supo a anís estrellado. Sara pasó junto a ella para entregarles la carta a los recién llegados. La anticipación por su regreso era casi excesiva.
—?Les preparo un par de copas? —preguntó Sara a la pareja. Emilie podía notar la electricidad que había entre ellas y sabía que Sara también la estaba captando.
Los vecinos de Emilie en la barra eran muy habladores y le hicieron preguntas a Sara que Emilie se alegró de escuchar. Se enteró de que la ginebra favorita de Sara era la Old Town, de que era de un pueblo del norte, más al norte que el área de la Bahía de San Francisco, pero no dijo el nombre del pueblo, y Emilie se sintió abrumada por la necesidad de conocerla por completo. Mantuvo la cabeza gacha y tomó otro sorbo. Entonces las manos de Sara aparecieron en el borde de su vaso.
—Me gustaría prepararte otro, pero no quiero que te emborraches.
Se había acercado tanto a ella que nadie más podía escuchar lo que se decían. Emilie se mordió el labio.
Esta noche, pensó.
—Aunque… —continuó Sara—. Me queda al menos otra hora aquí. ?Uno más?
Ya estaba decidido. Sara lo había entendido.
—Claro —aceptó Emilie—. Otro más.
Megan se fue una hora antes de cerrar, seguida por los camareros, uno por uno, a medida que sus mesas se iban vaciando. Y cuando los últimos pedidos de postres fueron satisfechos, los chefs arrojaron sus delantales a la pila de la ropa sucia y cenaron la comida que habían preparado para sí mismos. Luego se marcharon también y solo quedaron los friegaplatos, la camarera a la que le tocaba cerrar, Emilie y Sara, y una mesa con un grupo de amigos en un rincón que ya habían pagado la cuenta pero que no querían dar la noche por terminada.