Yerba Buena(45)



—No lo sé. ?Desde siempre? No me acuerdo.

—Emilie —dijo Alice—, ?lo dices en serio?

—Solo quiero paredes de colores vivos, ?vale? Necesito algo que me saque de esto.

Así que Alice y Emilie fueron a la ferretería a comprar pintura, mientras Pablo conducía hasta su casa para traer pinceles y rodillos. Volvieron con rosa para la cocina, amarillo para el dormitorio y verde para la sala de estar.

—Joder —exclamó Pablo cuando el primer trazo de pintura tocó la pared del dormitorio—. ?Cómo se llama este color? Bueno, espera, da igual. Su verdadero nombre es amarrillo-anima-esa-puta-cara.

Se pasaron el resto del día pintando.

—Se nos ha olvidado comprar cinta —dijo Emilie mientras los tres inclinaban la cabeza para observar las líneas donde las paredes se unían con el techo amarillento, y luego recorrían el techo con sus grietas y manchas oscuras.

—Menos mal que no llueve nunca —agregó Alice.

Examinaron las molduras alrededor de las puertas, separadas de las paredes por clavos que se veían a simple vista.

—Ah, bueno —comentó Emilie. Subió por la escalera que había encontrado en el garaje e intentó trazar líneas rectas alrededor de los bordes.



Emilie había romantizado la muerte. Por supuesto, se había imaginado a Claire cada vez más débil, durmiendo más y necesitando ayuda para ir al ba?o. Eso era lo que sabía. Pero también había creído que mantendría conversaciones sinceras durante las tardes que pasaran juntas bajo el sol de enero.

En lugar de eso, había una interminable clasificación de pastillas. Discusiones para que se las tomara. La alegría forzada de sus padres entrando y saliendo. Las caídas, los cortes y las magulladuras. El modo en el que Claire se pasaba todo un día en la cama, negándose a beber el agua que le ofrecía, y con la respiración tan débil que Emilie se preparaba para el final, lloraban mientras fregaba los platos y hablaba con el personal de cuidados paliativos, y luego, a la ma?ana siguiente, cuando entraba por la puerta trasera, se encontraba a Claire en la cocina, vestida y leyendo Los Angeles Times.

Un día Claire le había dicho que llamara a su hermana. Emilie abrió la puerta delantera cuando Colette llamó al timbre y se tomó un momento para observarla a través de la reja de metal antes de dejarla pasar.

La decisión de Emilie de no decir nada el a?o anterior después de su encuentro en el puesto de bocadillos había funcionado, en cierto modo. Colette se había limpiado sola o en secreto, o no estaba limpia pero se las apa?aba para ocultarlo. Emilie no lo sabía, no quería preguntar.

—Me encanta cuando puedo ignorar los problemas y simplemente desaparecen —había bromeado una vez con Alice mientras paseaban junto al océano.

Pero ahora solo sentía incertidumbre al abrir la puerta. Colette parecía nerviosa, pero eso podía deberse a varias razones. La muerte de su abuelo había sido repentina, no un proceso prolongado como ese. No hubo conversaciones en el lecho de muerte como la que estaban a punto de mantener.

Las hermanas se abrazaron.

—Ha pasado mucho tiempo —murmuró Colette.

—Sí —coincidió Emilie—. ?Dónde has estado?

Colette se encogió de hombros.

—Trabajando casi siempre.

Se apartó el pelo por encima del hombro y ese simple gesto fue tan elegante que Emilie deseó haberse pintado los labios y haberse puesto algo más bonito que el uniforme de leggins y camiseta de todos los días, solo para sentirse un poco más segura de sí misma en presencia de su hermana.

—Me parece muy bonito que estés haciendo esto por la abuela —comentó Colette—. Es decir, no es bonito. En realidad es…

Emilie asintió.

—Entiendo lo que quieres decir —la cortó, y por un momento pudo verse a sí misma como lo hacía Colette: competente, buena y generosa. Se abrazaron y Emilie sintió que se le podría romper el corazón. Se soltaron—. Está en su habitación —a?adió Emilie—. Quiere hablar con las dos. No estoy segura de sobre qué.

Ese día Claire se sentía fuerte, lo que significaba que estaba sentada sobre la cama, apoyada contra varias almohadas. Colette corrió para darle un beso en la mejilla, y Emilie intentó ver a su abuela a través de los ojos de su hermana. Claire era frágil, tenía la piel suave y fina. Colette se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano suavemente.

—?Está bien así? —preguntó—. No quiero hacerte da?o.

—Está bien —respondió Claire—. No me duele. —Suspiró y una lágrima se deslizó por su rostro. Cuando Colette quiso limpiársela, Claire negó con la cabeza.

—Chicas —empezó—, escuchad. Quiero dejároslo todo a vosotras. Todo lo que tengo. Vuestro padre no lo necesita. Ojalá pudiera partirlo mitad y mitad, pero Colette… sabes que no puedo. —Colette permaneció en silencio—. Es porque quiero que vivas, no porque no te quiera o no espere que seas feliz —a?adió—. No es que crea que no lo mereces.

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