Yerba Buena(42)
—?Yo sabía algo de esa redacción? —preguntó.
Emilie se encogió de hombros.
—Lo he comentado varias veces, puede que no estuvieras prestando atención.
—No —replicó él—. Ya sé, es del libro que estabas leyendo en el desayuno, Claroscuro.
La sorprendió, pero no quería darle crédito por haberse acordado. La carretera se volvió árida ante ellos, todo era gris.
—Tal vez debería decirle a mi profesor que el hombre con el que tengo una aventura desde hace meses me ha invitado a ir a algún sitio con él por primera vez.
—Podrías habérmelo recordado. Podrías haberla escrito en la caba?a.
—Ajá. —Intentó imaginárselo, ella tecleando en el portátil mientras él cocinaba. Tratando de encontrarles sentido a sus notas sentada frente al fuego. Sin vestirse para la cena, sin desvestirse después de ella—. No lo veo.
Jacob suspiró. Estaba exasperado con ella. Podía oírlo en su voz. Por primera vez en varios meses, recordó cómo Olivia se había cansado de los simples hechos de la vida de Emilie. De que tuviera una compa?era de piso o de que todavía estuviera estudiando. él volvió a suspirar.
—?Qué? —preguntó Emilie.
—?Qué estás haciendo?
—No lo sé.
Había sido muy dura con Olivia al final. Emilie se preguntó si sería más fácil esta vez.
Condujeron en silencio durante el resto del trayecto. Salieron de la autopista y la aridez dio paso a la eléctrica puesta de sol de Los ángeles. Iban con las ventanillas cerradas y ella pensó en cómo el aire que respiraba había llenado los pulmones de Jacob unos momentos antes.
—Creo que tendríamos que decirlo.
—?Decir qué?
—Seamos sinceros con lo que estamos haciendo. Ahora te vas a casa con tu mujer. Lia. Y con tus dos hijos cuyos nombres desconozco, pero que tienen seis y nueve a?os.
él apagó el motor y de repente todo quedó en silencio. La calle donde vivía Emilie estaba más silenciosa que nunca.
—Siete —murmuró—. James acaba de cumplir siete.
—?Cómo se llama el mayor?
Jacob se aclaró la garganta. Ella se fijó en su mano; él estaba frotando un punto del volante con el pulgar. Lo miró a la cara.
—Liam —respondió él.
—Es un nombre muy bonito —a?adió sintiendo que se ablandaba—. Los dos los son.
—Ha sido una mala idea. Marcharnos. He cometido un error.
—Sí, creo que lo ha sido. Creo que tendrías que irte ya a casa. Con James y con Liam. Y ense?arles a no tomar decisiones horribles nunca. A no esconderse nunca.
El cielo mostraba un tono rosa, lleno de contaminación, y Emilie necesitaba salir del coche.
—Deja que te acompa?e.
Emilie abrió la puerta del coche; él hizo lo mismo y la siguió hasta su estudio. Jacob dejó la mochila de Emilie en el suelo, ella puso sus llaves sobre la mesa y se quedaron de pie, cara a cara.
—Me siento como si esto hubiera acabado —empezó él—. Y no sé qué ha ocurrido. —Se pasó la mano por la cara y Emilie vio que estaba llorando.
Ella ni siquiera había querido esto con él, recordó. No al principio. Era feliz sentándose en la larga mesa, trabajando juntos con un café de por medio. No, no era feliz. Estaba eufórica. No había necesitado nada más que eso.
La mesa de Jacob y de Emilie.
Durante todo ese tiempo, solo había querido sentirse especial. Pero al ver cómo era la vida de Jacob (su restaurante, su bungalow y su familia, su coche, su casa de vacaciones y la cafetería en la que seguramente paraba siempre que visitaba el ca?ón), se dio cuenta de cuán peque?a se había vuelto su propia vida. Tenía muy poco cuando habían empezado. Y ahora, en cierto modo, tenía todavía menos.
Se cruzó de brazos y sollozó hasta que, finalmente (después de abrazarla y soltarla, después de decir que no tenía por qué ser el final, después de preguntarle si podía llamar a alguien por ella, después de mirar el reloj una y otra vez y decir que tenía que marcharse), ella asintió y él la dejó.
Había creído que su vida estaba a punto de cambiar, pero no fue así. Pensaba que era una persona completa, pero se había equivocado. La incompletud persistió y se expandió por ella hasta que apenas pudo abrir los ojos. Incluso arreglar flores a cambio de dinero le había costado demasiado, aunque Meredith le dejara cambiar el Yerba Buena por un bistró en Echo Park. La fuerza necesaria para arrancar los tallos. La energía para sonreír y saludar. La extra?a tristeza que le producía admirar una belleza que había dejado de conmoverla. El calor de otro verano, implacable día tras día.
Quería cambiar de opinión, cambiar su especialidad de Literatura por otra cosa, pero hacerlo habría sido caer en su propia trampa, la que seguía tendiéndose. No podía volver a torcer el rumbo, hasta ella lo sabía.