Yerba Buena(39)
Había sacado la mesa de la alcoba junto a la cocina y la había colocado contra una pared de la sala de estar. Ahora había un futón en su lugar, pulcramente acondicionado con sábanas nuevas y una almohada. Había movido su propia mesita y su lámpara de noche para ponerlas al lado. En lugar de puerta, había colgado una barra de tensión y una cortina azul (porque recordaba que era el color favorito de Spencer).
—Creo que aquí podríamos poner una cómoda.
—Si me quedo bastante tiempo —replicó Spencer.
—Si te quedas mucho tiempo —repuso Sara—, buscaré una casa con dos habitaciones.
Le ense?ó el ba?o y su habitación, le dijo que hiciera una lista de todo lo que necesitaba y que se lo conseguiría el día siguiente. Spencer abrió la mochila, sacó algo y lo sostuvo entre las manos. Sara quería saber qué era, pero no iba a preguntárselo. Ya no era un ni?o, tenía permitido tener privacidad. Pero él lo levantó para ense?árselo.
El dibujo enmarcado de un desfile, que había sacado de la pared de su cocina.
?Sara, Mamá, Papá, Spencer?.
él le sonrió y se lo tendió. Era un regalo.
—Gracias —contestó ella. Pero le parecía peligroso tenerlo entre sus manos. No lo quería.
—?Qué hora es? —preguntó Spencer.
—Casi las nueve.
Sacó el móvil del bolsillo.
—Puede que llame papá. La hora de las llamadas se acaba pronto.
Ahí lo tenía de nuevo, asomándose entre ellos. Casi podía verlo con su chaqueta gastada y sus pantalones de pana marrón.
—Pues quédate aquí —ordenó Sara dejando el dibujo sobre la mesa de café y dirigiéndose a la puerta—. Voy a por la cena y ahora vuelvo.
—Le daré recuerdos de tu parte si llama —a?adió Spencer. La estaba observando, con la cabeza ladeada y la barbilla inclinada hacia arriba, con los ojos entornados para poder asimilar su reacción.
Ella apartó la mirada, tomó las llaves y se metió la cartera en el bolsillo trasero. él seguía esperando. Sara se volvió hacia la puerta.
—?Vale? —insistió él.
Ella cruzó el umbral y lo miró antes de cerrar la puerta.
—Puedes decirle lo que te plazca —agregó—. Puedes darle recuerdos si eso es lo que quieres.
LA CABA?A DEL CA?óN Y EL APARTAMENTO DEL GARAJE
Un día de primavera le llegó un mensaje.
Dime que estás libre esta noche. Prepárate una mochila.
Jacob nunca pasaba la noche en el estudio de Emilie y ella nunca le pedía que lo hiciera. Era parte de la lista de cosas no dichas. Se acostaban, como si él fuera a quedarse, pero en algún momento de la noche se escabullía. En las peores noches, ella fingía estar durmiendo mientras él salía de la cama y abría el grifo del ba?o. Mientras más tiempo permanecía abierto, más profundo era su dolor.
él se estaba lavando su olor.
Se estaba poniendo la ropa de nuevo.
Estaba abriendo la puerta de su casa y cerrándola tras él.
El vacío la inundaba.
En las mejores noches, estaba profundamente dormida cuando él se levantaba y seguía así hasta la ma?ana.
Ahora, mientras empacaba un vestido ajustado, botas de monta?a, perfume, protector solar, cepillo de dientes y un libro de poesía con el lomo verde, solo podía pensar en cómo sería despertar juntos a la ma?ana siguiente por primera vez.
Jacob la recogió en su coche. Al subir al asiento del copiloto, era fácil fingir que era el coche de los dos. Puede que fuera su aniversario. O el cumplea?os de él. Tal vez uno de los dos tuviera buenas noticias que celebrar y le hubiera dicho al otro: ?Salgamos de la ciudad esta noche?. Y eso estaban haciendo, salir de la ciudad.
Se aferró a esa fantasía durante kilómetros, mientras atravesaban Los ángeles hacia la costa, hasta que bajó la ventanilla y vio una pegatina en el reposabrazos (una ballena azul llena de purpurina que habría pegado uno de sus hijos) y recordó aquella frase: ?Lo que más me gusta de mi casa es compartirla con la gente a la que amo?.
Jacob no era suyo.
—Dime adónde vamos —le pidió.
—Estamos llegando. ?No quieres que sea una sorpresa?
—Ya me has dado una sorpresa.
Lo observó conducir, se sintió atrevida y alargó la mano para pasarle los dedos por el pelo y por el rostro.
—Vamos al ca?ón de Topanga —le respondió inclinando la cabeza ante sus caricias—. Pero es todo lo que voy a decirte.
—No he ido nunca.
—?Nunca? ?Ni siquiera a pasar el día?
—No. Pero sí he traído botas de monta?a.
En ese momento se dio cuenta de que no tendría que haber empacado el vestido. No la llevaría a ningún sitio público. Se esconderían, como hacían siempre. Pero aun así… algo era algo. Era un plan que él había pensado solo para ellos.