Yerba Buena(34)



—Una de las camareras del restaurante.

Grant suspiró.

—Vale. Chloe te ha pedido…

—Se va a vivir con su novio. Acaban de encontrar casa pero el propietario quiere que empiecen a pagar el alquiler de inmediato, y como a ella todavía le quedan unos meses del contrato del alquiler anterior, me ha pedido que me encargase yo.

—?A qué te refieres?

—Me ha ofrecido su apartamento.

—?Vas a ir a verlo?

—Ya he ido.

—?Cuándo?

—Hace un par de días.

—Hace un par de días —repitió Grant.

Sara vio que Grant estaba quemado por el sol y muy cansado. Notó la tensión en sus hombros y el modo en el que se encogía antes de estirar el cuello con cuidado hacia un lado. Sabía que envidiaba su trabajo en el restaurante, cómo se vestía de manera elegante, cómo se quedaba fuera hasta tarde y volvía satisfecha por las cenas que tomaban los trabajadores antes de cerrar por la noche.

—?Quieres que te traiga una aspirina? Puedo contártelo después.

—No, adelante —la animó Grant—. Así que fuiste a ver el apartamento. ?Vas a quedártelo?

—Sí.

—Genial. ?Cuándo te mudas?

—Pues ella se va a llevar todo lo suyo ma?ana, así que…

—?No necesitas dinero para el depósito?

—No me ha pedido que lo pague ahora mismo.

—Maravilloso —agregó él sin mirarla—. Enhorabuena. Ahora voy a darme esa ducha.

Grant ya estaba al final del pasillo cuando Sara se dio cuenta de que se estaba alejando. Pensó en seguirlo para decirle que podía vivir con ella si quería, pero, en lugar de eso, dejó que desapareciera a la vuelta de la esquina.



—Adiós —le dijo Sara dos días después con la mochila colgada del hombro.

Grant estaba desayunando en el comedor junto a Monica, una consejera. Monica se levantó para abrazar a Sara.

—Todavía puedes venir a comer si lo necesitas. Y si algo va mal, estamos aquí para ti, ?de acuerdo? Tienes mi número, ?verdad?

—Sí —respondió Sara.

Grant se puso de pie junto a ella. Sara no sabía si iba a hacerlo. él la abrazó y se volvió a sentar.

—Nos vemos pronto —murmuró, pero ella estaba segura de que no lo decía en serio.

Grant se quedó contemplando su tazón de cereales. Sara miró hacia el techo y vio las luces difusas tras una oleada de lágrimas.

—Vale —contestó. Se dio la vuelta. Y se marchó.



Cuando se volvieron a ver en la bulliciosa acera de Aboot Kinney, habían pasado cinco a?os. Habían abierto un montón de restaurantes nuevos, así como una gran cantidad de bares y cafés. Había boutiques caras por toda la calle. Sara había crecido cinco centímetros en una gran haza?a de su adolescencia tardía. Llevaba su pelo rubio con un corte pixie y había ascendido de recepcionista a encargada del bar. Grant se parecía más al joven que había conocido junto al río que al que había dejado en el refugio: joven y encantador, caminando con cierto aire arrogante, de la mano de un hombre mayor que él, de piel morena y con camisa de lino.

Tal vez Grant no la habría reconocido si Sara no se hubiera sobresaltado al verlo. Y Sara lo habría saludado de no haber sido por el destello de pánico que cruzó el rostro de Grant. Se preguntó qué mentiras le habría contado a ese hombre para que le afectara tanto el hecho de verla. Ella desvió la mirada (sabía que era lo que Grant quería), pero deseó poder arrastrarlo a un lado de la acera, acercarle los labios al oído y susurrarle: ?Yo nunca te delataría?. Deseó que la llamara por un nombre diferente, que se inventara una historia para que pudieran abrazarse como los amigos que un día habían sido.

El calor del sol, los motores de los coches que pasaban, una carcajada al otro lado de la manzana.

Se cruzaron en silencio, hombro con hombro, por la acera.

Sara dobló la esquina del apartamento que había hecho suyo con el tiempo. Pasó los buzones plateados en los que había pegado su nombre sobre el de Chloe. Le había llevado un a?o reunir el valor para hacerlo, para exponerse de ese modo. Abrió la puerta del vestíbulo compartido y subió las escaleras hasta el segundo piso. El hombre que vivía al otro lado del pasillo, y que había estado visiblemente enfermo de algo horrible todo el tiempo que ella llevaba allí, salió por la puerta con su perrito debajo del brazo.

—Hola —saludó Sara.

él levantó la mano para devolverle el saludo y Sara entró en su apartamento.

Era la última hora de la tarde, el único momento del día en el que la luz natural llenaba su sala de estar. Sobre ella, se oía el ruido sordo de los pasos de algún ni?o peque?o y el llanto de una bebé, sonidos tan familiares que apenas los notaba. Sacó un vaso peque?o del armario y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Se sirvió un chupito de whisky y se acercó a la ventana. Se quedó bebiendo ahí, de pie, mirando hacia la calle.

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