Yerba Buena(35)
La primera noche que había pasado en el apartamento la habían perseguido los fantasmas. Habían pasado meses desde que había huido del río Ruso y no la habían vuelto a molestar en todo ese tiempo. Pero en cuanto cerró la puerta, entraron corriendo, como si hubieran estado esperando pacientemente hasta encontrarla sola.
Spencer haciéndose más peque?o cada vez hasta llegar a desaparecer. Eugene desabrochándose el cinturón. Annie empapada con el agua del río. Su padre haciéndole un dibujo. Su madre en la cama del hospital.
Se encogió sobre sí misma, intentando recuperar el aliento. Se volvió a levantar y contempló las paredes blancas. Sintió sus pies firmes sobre la alfombra. Se dijo que viviría con fantasmas si fuera necesario, que no había motivos para asustarse.
Poco a poco, habían dejado de perseguirla. Pero ahora que había visto a Grant, había vuelto todo.
Se terminó el whisky y notó cómo le bajaba por la garganta. Dejó el vaso.
Vale, suficiente, se dijo.
Aquella noche le costó mucho dormirse. Se removió y dio vueltas, hasta que se rindió y salió a la sala de estar. Leyó hasta que notó que le pesaban los ojos y se le emborronaban las palabras. Finalmente, casi a las dos, se durmió solo para despertarse tres horas después con el sonido de una alarma. Se removió. Oyó otra y luego otra. Pronto el edificio se llenó del sonido de las alarmas, de gente corriendo y gritando, y Sara saltó de la cama. Agarró la chaqueta y unas sandalias, y salió.
En el rellano, vio a la madre con dos ni?os peque?os que vivía en el piso de arriba.
—?Qué pasa? —preguntó Sara. No olía a humo.
—Monóxido de carbono, probablemente —contestó la mujer—. Tenemos que salir ya.
Sara golpeó la puerta del vecino por si no se había despertado, pero cuando salió a la calle lo vio allí con el perrito en la mano.
En poco tiempo estuvieron todos fuera. El anciano del tercer piso con el sombrero de fieltro gris que siempre llevaba. El hípster rubio con su mo?o, sus vaqueros ajustados y su novia envuelta en un batín. La mujer de cuarenta y tantos con rizos salvajes y gafas azules. Llegó un camión de la empresa de servicios públicos y los trabajadores se pusieron manos a la obra con determinación. A continuación aparecieron una ambulancia y un camión de bomberos, pero, después de asegurarse de que no quedaba nadie en el edificio y de que todos estaban bien, los bomberos y los paramédicos regresaron a sus vehículos, cerraron las pesadas puertas de metal y se marcharon.
Así que volvían a estar ellos solos, todos los residentes de Riviera Avenue juntos en la acera. Esperando. Todos en pijama y batín, con el aliento agrio y el pelo despeinado.
El hípster del mo?o rubio miró su móvil y le dijo algo a su novia, que puso los ojos en blanco. Corrió calle abajo y volvió con una bandeja llena de cafés grandes y vasos de papel adicionales. Dejó los vasos peque?os en la acera y los llenó con los más grandes. Su novia se apoyó contra la pared y lo ignoró, por lo que Sara se ofreció a ayudar.
—Spencer —se presentó él extendiendo la mano. Sara casi rio. Primero Grant y ahora esto. No era su Spencer, pero el nombre le resultaba familiar. Terminaron de servir los cafés y repartieron los vasos entre los vecinos.
—Gracias —le dijeron.
—A mí, no —respondió—. Dádselas a Spencer.
Había echado de menos decir su nombre en voz alta.
La bebé se echó a llorar, y el hermanito la agarró del calcetín rosa y dijo con su vocecita: —No te pasará nada, estoy aquí.
El cielo se iluminó con la luz de la ma?ana. La gente que pasaba con el coche reducía la velocidad y se quedaba mirando al grupo que formaban, que no tenía ningún sentido, pero allí estaban, juntos, bebiendo café en vasos de papel y esperando a que los dejaran entrar en el edificio.
—Me vine a vivir aquí hace mucho tiempo —comentó el anciano del sombrero—. Más tiempo del que tú llevas viva —a?adió se?alando a Sara. Ella creyó que iba a continuar, a contarles una historia—. Hace mucho, muchísimo, que me mudé aquí —repitió, pero eso fue todo. Finalmente, agregó—: Nunca había pasado nada como esto.
En el silencio que siguió, Sara se dio cuenta de las ganas que tenía de que le contaran una historia. Anhelaba el principio, el desarrollo y el final. Anhelaba una moraleja, un significado, algo sobre lo cual pudiera reflexionar en la oscuridad.
La madre tenía un agujero del tama?o de una moneda en el pantalón del pijama, ojos cansados y una cara preciosa. La novia de Spencer había dejado que se le abriera el batín, lo que había puesto al descubierto sus peque?os y perfectos pechos. El hombre que vivía al otro lado del pasillo era más joven de lo que ella pensaba y sintió una punzada por él. ?Qué lo había debilitado tanto como para hacer que pareciera un esqueleto? Su perro gimió y le lamió la cara. La mujer de las gafas azules tenía la sonrisa más resplandeciente y cerraba los ojos cuando tomaba un sorbo de café.