Yerba Buena(40)



Era una casa peque?a y rústica. Apartada, como lo esperaba. Lo siguió a través de la puerta de la verja por una calle estrecha y un camino cerrado, y pasaron por un verde jardín delantero hasta la puerta de entrada. Se abría directamente a la sala de estar, toscamente amueblada. Solo había una mesa de café y un sofá frente a una estufa de le?a, y una peque?a ventana sobre una repisa que daba a la cocina. Dijo que le ense?aría el resto cuando volvieran, pero que tenían que marcharse para aprovechar la luz.

Se pusieron las botas de monta?a y él la condujo hasta el inicio de un sendero que se abría unas pocas casas más adelante. La tomó de la mano. A ella le gustó el aspecto de sus zapatos andando juntos mientras avanzaban por el sendero.

Tierra roja y árboles verdes. Flores silvestres blancas creciendo entre las rocas. Artemisa y manzanita.

—Espera y verás —dijo Jacob—. Solo un par de minutos más.

Como si todo no fuera precioso ya. Como si necesitara un punto de vista en concreto para comprenderlo. Todo le parecía hermoso. Absolutamente todo. Podrían estar en otro país; hacía mucho que no salía de la ciudad y, cuando lo hacía, siempre era para ir a la playa, nunca a ver árboles. Se le había olvidado el modo en el que la luz se colaba entre las hojas. Había olvidado el olor de la tierra y la lluvia, los incontables tonos de verde, las texturas de la corteza y los obstáculos que suponían las raíces de los árboles y las rocas.

—Ya casi hemos llegado, está después de esta curva.

Oyó voces desde aquel sitio y se sintió decepcionada. Deseó poder serpentear por el bosque en su sendero privado durante horas, pero lo siguió cuando tomó la curva hacia la luz brillante de un sol poniente y, allí, como caídos del cielo, había seis agentes de policía hablando entre ellos. Y una mujer de traje. Y dos bolsas para cadáveres sobre dos camillas.

—?Qué ha pasado? —preguntó Jacob.

—Dos excursionistas —respondió uno de los policías.

—?Cayeron?

—Uno cayó. Parece que el otro intentó bajar para ayudarlo y quedó atrapado. Creemos que murieron de hambre.

Jacob se secó la frente.

—Vaya por Dios —comentó. Miró a Emilie. Miró las bolsas para cadáveres.

—?No los estaba buscando nadie? —preguntó Emilie.

—A juzgar por lo que llevaban en las mochilas, estaban de paso —explicó el policía—. Nos avisaron unos observadores de aves que vieron los cuerpos —concluyó, y volvió con sus compa?eros.

Se quedaron de pie, totalmente quietos, hasta que Jacob le puso la mano a Emilie en la parte baja de la espalda.

—Todavía podemos ir a mirar desde el ca?ón —le dijo—. Ya que hemos venido hasta aquí.

El sol brillaba demasiado y sabía que probablemente la puesta fuera espectacular, pero ahora se había te?ido de terror. Sus piernas se negaron a acercarla más al borde. Se imaginó a Jacob cayendo. Se imaginó la impotencia de presenciarlo. ?Iría tras él? Esos cuerpos… Estarían enamorados para que uno siguiera así al otro. Pensó en carne, hueso y roca. El chasquido de una columna. Un chorro de sangre. Frío y hambre.

—Quiero volver —declaró.

Cuando regresaron a la casa, Jacob encendió una hoguera antes de abrir una puerta en el extremo de un pasillo corto, que dejó ver una cama suave y mantas calentitas. Emilie intentaba no llorar.

—Eh —dijo Jacob—, ?quieres que hablemos de lo que pasó?

—Nadie sabría dónde encontrarnos —contestó Emilie—. Nadie tiene idea de dónde estamos. —Se sorprendió a sí misma al pronunciar esas palabras. No sabía que pensaba eso.

él se sentó junto a ella en la cama. Le tomó la mano y se la besó.

—Lo que les ha pasado a esas personas es horrible —comentó él.

—Creo que quiere decirnos algo.

—Ellos no son nosotros —replicó Jacob.

—Pero estábamos de excursión, al igual que ellos.

—No igual que ellos.

—Bastante parecido.

Pero tampoco era eso.

El peligro estaba por todas partes, a todas horas, y ellos estaban empeorando las cosas. La ballena de purpurina, los dibujos en la repisa de la chimenea, el modo en el que el agua del grifo corría antes de que él se marchara. Estaban haciendo algo horrible. Algo estaba destinado a pasarles, aunque fuera solo a ellos.

—Deja que te sirva un poco de vino. Podrías sentarte fuera un rato, o leer… Tú descansa un poco y yo preparo la cena, ?vale?

—Vale —aceptó Emilie.

Desde la ventana observó cómo Jacob iba hasta el coche y abría el maletero. Se quedó allí, mirando el interior, durante lo que le pareció mucho tiempo. Entonces sacó una nevera portátil, se la apoyó en la cadera para cerrar el maletero y volvió.

Ella fue a usar el ba?o, sin intención de ba?arse, pero se sorprendió a sí misma quitándose la ropa. Los azulejos de la ba?era eran de un color verde mate, como el musgo, casi parecían blandos, pero eligió la ducha en su lugar, que era toda de vidrio y tenía dos cabezales. Los puso con el calor al máximo. El ba?o se llenó de vapor. Emilie cerró los ojos intentando sentirse lejos, en algún lugar tropical en el que ni su nombre fuera el mismo.

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