Yerba Buena(41)



Después de todo, se puso el vestido. Se secó el pelo y se lo recogió. Se aplicó máscara de pesta?as y pintalabios, y luego se dio un toquecito también en las mejillas, y lo difuminó. Cuando volvió a la estancia principal y Jacob la vio, el alivio se reflejó en su rostro.

Le entregó una copa de vino y rellenó la suya.

—Salud —murmuró.

Chocaron las copas. Se sentía inimaginablemente sola.

él preparó la trucha y la sirvió sobre la pasta que había cocinado en el restaurante antes de recogerla. Se bebieron la botella de vino y luego abrieron otra. él le habló de los veranos en los que visitaba a su abuelo y ella hizo lo que mejor se le daba: salir de sí misma y meterse en su historia. Le hizo las preguntas adecuadas para que él lo recordara completamente. El porche soleado en el que pasaban las tardes con muebles de mimbre, luciérnagas que chocaban contra las ventanas, la plateada luz de la luna y John Denver sonando en la radio.

—Te puedo imaginar —a?adió ella.

La hacía feliz escuchar de ese modo.

La alimentaba.

Le permitió olvidarse de los excursionistas durante la cena, el postre y el tiempo que tardó en desnudarla. Pero después de la conversación, del silencio y de tener la boca de Jacob sobre la suya, cuando estaban desnudos y él la estaba tocando y preguntándole si estaba preparada, ella negó con la cabeza y le dijo: —Bésame más.

Estaban junto al fuego, en el suelo, con su espalda apoyada contra el sofá. él tenía las manos sobre su pelo. La besaba como Emilie le había pedido y ella intentaba llegar hasta ese sitio, adonde su propio cuerpo la dirigía, adonde no pensaba tanto. En lugar de eso, estaba junto a la cinta policial, junto a las bolsas con los cadáveres. Notó la pesadez en su estómago y un nudo en la garganta.

—?Ahora? —preguntó él.

—Vale.

Intentó imaginarse en un lugar tropical a medida que la noche se volvía más fría.



Una ma?ana tranquila.

Café negro, huevos y tostadas.

Se sentaron uno al lado del otro en la mesa de la cocina, con vistas al ca?ón. Por la tarde dieron un largo paseo, serpenteando por senderos más seguros sin mencionar la posibilidad de retornar al sitio que él había querido ense?arle. Volvieron a la caba?a para comer unos bocadillos y se hizo la hora de marcharse.

Recoger fue fácil. Jacob borró cualquier rastro que pudiera quedar de ellos. Cuando abrió un armario y sacó una bolsa de basura de plástico, ella se dio cuenta: era su casa. Una caba?a de vacaciones, apenas bastante grande como para albergar a su familia de cuatro miembros, y mucho más adecuada para dos. Se preguntó si él y su esposa dejarían ir a sus hijos para que pasaran fines de semana románticos. Se preguntó si todavía se acostarían o si para eso ya estaba ella. O tal vez follaran a todas horas y Emilie estuviera por otro motivo.

él le dijo que conocía un buen sitio para tomar un café antes de continuar. Paró justo delante y se desabrocharon los cinturones. Ella vio que era un espacio luminoso y acogedor.

—Ahora vuelvo —le dijo Jacob.

—Te acompa?o.

—Será mejor que vaya solo.

—Ah.

él se quedó mirándola.

—Podemos pasar de largo.

—No. Me apetece un café.

Lo observó mientras entraba en el establecimiento y luego sacó el móvil. Ahí sí tenía cobertura, no como en el ca?ón. Tecleó la dirección de la caba?a. Vendida hacía seis meses a Jacob Lowell y Lia Michaels por poco más de un millón de dólares. Lo vio hablando con el camarero. él volvió hacia una mesa que había junto al mostrador para agarrar tapas para los vasos, y ella pudo ver que estaba sonriendo.

Nadie sabría dónde encontrarnos. Nadie tiene idea de dónde estamos.

Qué tonta había sido al decirlo. Era la casa de Jacob. Si hubiera pasado algo, su mujer habría sabido exactamente adónde mirar. Probablemente habían dado juntos el mismo paseo con sus hijos. Solo habían visto la belleza del ca?ón y no sus horrores.

Solo a Emilie nadie habría sabido dónde encontrarla.

Solo era Emilie la que no estaba en su lugar.

Se le derramó café por la mu?eca durante el accidentado trayecto hasta la autopista y lo dejó, aunque le doliera. Era como si tratar de detenerlo fuera inútil, como si tuviera que tolerarlo hasta que se hubiera derramado lo suficiente y se hubiera enfriado bastante como para bebérselo. él iba hablando, pero Emilie no podía oírlo. Al cabo de un rato, Jacob subió el volumen de la música.

Avanzaban rápido por la autopista. él le apoyó la mano en el muslo durante unos kilómetros, pero finalmente la retiró. Terminó la última canción y se hizo el silencio.

Emilie murmuró:

—Me pregunto qué excusa le daré a mi profesor ma?ana por la ma?ana cuando no tenga lista la redacción de mitad de semestre que debía entregarle.

Miró al frente fingiendo no darse cuenta de que él la observaba.

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