Yerba Buena(37)
—Te entenderemos si no puedes conseguir tanto tiempo libre —a?adió Leah—. Actualmente tiene vacaciones de verano, por lo que no sería demasiado disruptivo.
Sara exhaló y se dirigió a la tienda de futones.
—Trabajo en un restaurante —explicó—. No puedo permitirme estar fuera mucho tiempo. Espero que no pase nada.
—Por supuesto —contestó Leah—. No debería pasar nada.
Se marchó a las cuatro de la ma?ana del día siguiente. Con un termo lleno de café, un melocotón y dos dulces del restaurante: uno para él y uno para ella. Había agonizado intentando elegir. Cinco a?os. Ya no lo conocía. Había acabado con un croissant de chocolate y un rollito de canela. Dejaría que él escogiera. O le daría los dos.
Nunca había conducido hacia el norte. Una vez fuera de Los ángeles, atravesó las monta?as, descendió a la carretera plana por la que conduciría durante los próximos seiscientos kilómetros y vio la se?al de la parada de descanso en la que ella y Grant habían pasado unos días. Sintió el poder de su propio coche, su cartera llena de efectivo y el dinero de su cuenta bancaria, que no era mucho pero era suficiente para pagar la reparación de un coche o un billete de tren, y para sacarla de cualquier apuro. Pasó a toda velocidad por la salida.
Al acercarse al río Ruso, el pavor se instaló en su estómago. Tenía la fantasía de mantener el motor en marcha, tocar el claxon, que Spencer saliera de la casa de acogida y que subiera directamente al asiento del copiloto. Y entonces se alejarían los dos juntos a toda velocidad.
Por supuesto, a pesar de eso, apagó el motor del coche. Cruzó la puerta principal y llamó. La madre adoptiva la recibió en una sala de estar con una estantería llena de juguetes para los ni?os más peque?os y de rompecabezas y libros para los mayores.
Y ahí estaba Spencer, sentado en una silla. Era su hermano y a la vez no lo era. Se levantó en cuanto la vio.
Le pareció imposible lo largas que se habían vuelto sus extremidades. El acné le cubría la barbilla. Todos los rasgos de su rostro habían cambiado.
—Te veo diferente —dijo Spencer con su nueva y grave voz, y Sara se dio cuenta de que era cierto para ambos.
De nueve a quince.
De dieciséis a veintidós.
Al principio, hablaban de vez en cuando por teléfono. Sara siempre se aseguraba de tener su número actual. Pero a medida que habían pasado los a?os, cada vez la llamaba menos. Una ma?ana, Sara había llamado a casa esperando poder hablar con él antes de que se marchara a la escuela, pero había respondido su padre. Se había quedado paralizada ante el sonido de su voz. No había dicho nada. Solo había respirado.
—?Sara? —había preguntado él. Ella había colgado el teléfono.
Fue la última vez que llamó.
—A ti también te veo diferente —le contestó a Spencer.
él le sonrió.
—Sí, supongo que sí.
La madre de acogida desapareció y los dejó solos, y Sara se sintió agradecida de que no hubiera nadie presenciado su incómoda reunión. En sus fantasías, no dudaban. Corrían el uno hacia el otro como si no hubieran pasado los a?os.
Lo intentó, abrió los brazos y Spencer se acercó a ella.
Se abrazaron y se soltaron rápidamente.
—Mírate —dijo Sara poniéndole la mano en la mejilla. él se sonrojó sin poder mirarla a los ojos.
?La recordaría él como ella lo recordaba? ?Recordaría que le había suplicado que se fuera con ella y él le había dicho que no?
La madre de acogida volvió con la mochila de Spencer; poco después llegó Leah, que le hizo a Sara preguntas de una lista y comprobó su identificación. Sara firmó unos papeles y luego los dos hermanos fueron libres de irse.
—?Tienes hambre? —preguntó Sara cuando subieron al coche—. Podemos parar a comer en Sebastopol si quieres. A mí me apetece un café.
Encendió el motor y Spencer miró el reloj del salpicadero.
—Solo son las once —replicó.
—Tenemos un largo viaje por delante.
—?Nos vamos ya? Si acabas de llegar.
—Ma?ana trabajo.
—Vaya, vale. —El chico se giró hacia la ventana y Sara se permitió observarlo mejor. Los anchos hombros que se escondían bajo la fina camiseta. Los huesos de la mandíbula apretados. Nunca hacía eso de peque?o—. Al menos quiero ir a recoger algunas cosas de la casa primero —a?adió.
Estaban a tres kilómetros del río. No quería cruzar el puente, pero lo haría por su hermano.
—Claro —aceptó.
Incluso después de tanto tiempo, sabía por dónde girar. Apenas había tenido que pensarlo. El silencio que había entre los dos la presionaba mientras conducía.
—?Quieres que ponga la radio? —preguntó.
—No sirve de nada.
—Ah, claro. —Se oía ruido en todas las emisoras.