Yerba Buena(29)
Ahora, mientras se vestía para ir sola a la cena de Nochebuena de sus padres, temió no volver a vivir nunca una noche tan perfecta. Habían jurado organizar pronto otro encuentro, pero las semanas pasaban y era difícil programar nada teniendo en cuenta el modo en el que Jacob entraba y salía de su vida cuando quería. ?Pues solo vosotros, chicos?, les había escrito Emilie a sus amigos. Habían dicho que sí, pero habían pasado dos meses y no habían establecido una fecha. Estiró la mano para abrochar los botones de la espalda del vestido, preguntándose si se había puesto el mismo vestido el a?o anterior e incluso el anterior a ese, cuando alguien llamó a la puerta de un modo conocido.
Sin previo aviso, ahí estaba Jacob con un regalo.
Se mostró cálido y feliz, con los ojos brillantes mientras la besaba bajo el umbral.
—Ven —le dijo dándole la vuelta para abrocharle los botones—. ábrelo.
Emilie desató el lazo, y encontró una bufanda al deshacer el paquete.
—Es de la tienda que se ha trasladado a la manzana de debajo del restaurante. —Emilie asintió. Había ido una vez, había tocado la lana hilada a mano y había deseado saber tejer—. Está te?ida con bayas de saúco, ?te lo puedes creer?
La sacó de la caja. Le recordó a alas de mariposa, a tulipas y a vidrieras. Cosas preciosas a través de las cuales brillaba la luz. Nunca había tenido algo tan bonito.
—?Bayas de saúco! —exclamó Jacob. Se la envolvió alrededor del cuello—. ?Cómo la ves?
Lo deseaba tantísimo.
—La veo como a ti —respondió. Al decir eso se refería a algo milagroso pero tenue. A algo demasiado precioso como para que fuera suyo para siempre, pero a lo que se aferraría todo el tiempo que pudiera.
Se sentía casi de otro mundo al entrar en casa de sus padres con la bufanda alrededor del cuello. Solo Alice y Pablo sabían que estaba enamorada, y aun así estaba segura de que relucía con el resplandor del amor. Pensó que cualquiera que viera la bufanda sabría que se la había dado alguien que la quería. Pero la casa estaba llena de gente, todos vestidos de un modo elegante y festivo, y ella estaba nerviosa y tenía calor. Se quitó la bufanda, y la dobló con cuidado antes de guardarla en el bolso.
El aroma de las gambas, las salchichas y las especias del gumbo de Bas impregnaba la casa. Colette estaba en calcetines, parada junto a la estufa, con un pie levantado y apoyado en la pantorrilla contraria como si estuviera en clase de yoga, removiendo la sidra de manzana con canela.
—Hola, hermanita —saludó Emilie.
—Hola —respondió Colette—. Mamá y papá han estado todo el día discutiendo. Ayúdame a mantenerlos alejados.
—Haré lo que pueda.
Colette sonrió y Emilie vio que tenía una mancha de pintalabios en un diente.
—Espera —dijo y se la quitó con el dedo.
—?Vienes sin acompa?ante?
—Sí. ?Y tú?
—No estoy saliendo con nadie ahora mismo —contestó—. Pero tú sí, ?no?
—Voy a ayudar a papá a servir el gumbo.
—Bien pensado —comentó Colette, como les había dicho el camarero aquella noche en el restaurante. Emilie quería que su relación durara, que pareciera normal (tanto que se le llenaron los ojos de lágrimas y se dio la vuelta rápidamente), porque conocía a su hermana, sabía que no duraría.
Ayudó a Bas a servir el arroz en cuencos, y los sujetó mientras él repartía el caldo y el marisco cucharón a cucharón dejando un agradable aroma. Si hubiera habido algo que lo justificara, podría haberse quedado junto a él para respirar ese perfume toda la noche. Pero, por supuesto, su tarea terminó, y entonces se limitó a llevar los cuencos en una bandeja a los invitados, a todos los familiares o a viejos amigos de la familia que le hacían las mismas preguntas embarazosas de siempre, y lograban que sintiera que tenía una vida muy peque?a, cuando no lo era. No lo era. Su prima Margie y su marido George se pasaron la noche persiguiendo a sus peque?os gemelos y cambiándoles los pa?ales. Y al final de la fiesta, Emilie vio a Jasper, el gemelo más gordito, acercándose demasiado a la chimenea y extendiendo la mano.
—Ten cuidado, cari?o —avisó Emilie, y luego el ni?o gritó y aulló. Margie se apresuró para consolarlo, y George apareció con hielo envuelto en un pa?o de cocina. Emilie se apartó y reconoció la debilidad de su voz. Se preguntó por qué no le había gritado que parara.
Siempre tan tranquila y educada, incapaz de expresar urgencia o pánico. ?Qué le pasaba?
Margie meció al ni?o, que no dejaba de llorar frunciendo el ce?o. George hacía todo lo posible para sujetarle el hielo, pero Jasper no dejaba de mover la mano libre para mirarse las ampollas en las yemas de los dedos.
Emilie los observaba desde el otro lado de la habitación. Le vino a la memoria la imagen de su boda, en la que habían sido dos ni?os borrachos: George derramó el bourbon sobre el vestido de Margie y ella echó la cabeza atrás y rio, en una noche nublada con la luna casi llena. Y ahora estaban ahí: tan serios, tan adultos. Ni siquiera miraban a Emilie. Ella había sido la testigo principal, la que podría haberlo impedido.