Yerba Buena(25)



Pensó que tal vez eso sería todo. Una indagación en su pasado, una excursión a la tienda, velas, servilletas de tela y una cena.

Pero, por supuesto, no lo fue.

Solo llevaban un par de minutos besándose cuando Jacob le quitó la camiseta. él se puso a juguetear con el broche de su sujetador y Emilie quiso preguntarle qué estaban haciendo. Qué iba a ser eso. El sabor de su boca era un sabor nuevo. Y luego estaba el asunto de su esposa, que de repente le pareció muy real, y de sus hijos. Ahora sabía que tenía dos. Dos chicos.

Jacob se había quitado los pantalones y se los había desatado a ella. Le estaba diciendo que era preciosa. Tenía un condón en la mano y lo estaba abriendo. Emilie pensó en unas horas antes, en la fracción de segundo desde que había pitado la tetera hasta que él había llamado a la puerta. Se preguntó cuánto tiempo llevaría él planeándolo y cuándo había caído ella en su red. Espera, quería decir. ?Qué estamos haciendo? Incluso mientras lo besaba, mientras se sacaba los pantalones, seguía sin saberlo.

Era casi la una cuando Jacob se marchó.



La madre de Emilie cumplió sesenta a?os y el padre hizo la reserva habitual en el Yerba Buena para el sábado por la noche. Por la ma?ana, el teléfono de Emilie sonó con un mensaje de Colette.

?Pasas a por tu hermana?

Ella respondió:

Si no te importa que nos desviemos a Long Beach.

Bas y Lauren habían ido a visitar a unos amigos cerca del restaurante antes de cenar y le habían pedido a Emilie que recogiera a su abuela. Le volvió a sonar el móvil:

Por mí, bien.

Así que, a las seis, Emilie condujo un kilómetro y medio desde su estudio en el Echo Park hasta el apartamento que Colette compartía con su mejor amiga en Silver Lake. Era casi invierno pero el sol era cálido y reluciente. En lugar de mandarle un mensaje de texto en cuanto llegó, aparcó en doble fila y fue hacia la puerta. Sonrió ampliamente tras sus gafas de sol cuando Colette le abrió.

Colette se quedó de pie en la entrada, descalza, con un largo vestido rojo ce?ido que le marcaba la delgada cintura.

—Hola, hermanita —saludó Emilie.

—Llegas pronto —contestó Colette volviendo a entrar en su apartamento. Pero en cuanto reapareció en la puerta con el bolso, le devolvió la sonrisa—. Espero que haya ragú en la cena.

Aquella noche, mientras subía al coche, bajaba la ventanilla y se dirigía a casa de su abuela en Long Beach, Emilie se sintió como si estuviera observándose a través de la ventanilla de otro coche. Parecían hermanas, daba igual cómo se sintieran. Tenían el pelo oscuro ondulado y los labios carnosos. Gafas de sol, vestidos. Estaba acostumbrada a sentirse apagada al lado de Colette, pero ahora tenía un secreto. Lo notaba en su torrente sanguíneo, volviéndose cada vez más audaz.

Brillaba con él.

Claire estaba en el porche delantero cuando llegaron a Long Beach. Con sus ochenta y nueve a?os, llevaba un traje y medias negras transparentes, un bolso con diamantes de imitación en la mano, y tenía una mirada expectante. El simple hecho de verla hizo que a Emilie le entraran ganas de llorar. Las dos hermanas saltaron para ayudarla a subir al coche.

—Mirad qué vestidos —comentó Claire—. Qué color de labios. —Tocó primero el pelo de Colette y después el de Emilie—. Siempre me alegra el corazón veros a las dos juntas.

Emilie quería mucho a su abuela, con su acento de Nueva Orleans, su suave piel morena, la forma en que se demoraba en los detalles y su aprecio sin remordimientos por la belleza. Sus copas de bordes dorados y el papel de pared con motivos florales por toda la casa. Durante sus estudios, Emilie había entrevistado a Claire para un montón de trabajos académicos. Para ella era infinitamente fascinante cómo sus abuelos habían formado parte del éxodo criollo desde Luisiana después de la guerra, como una peque?a parte de la Gran Migración Afroamericana. Cómo habían hecho todo lo posible para recrear su hogar en el centro-sur de Los ángeles, abriendo barberías, panaderías y restaurantes, organizando clubes y bailes. Estaban empapados de catolicismo. Bailaban a todas horas. Perfeccionaron su estofado gumbo y su jambalaya. Sus hijos crecieron bien versados en los triunfos y pesares de sus padres, orgullosos de su dislocada cultura. Sin embargo, la mayoría de los negocios criollos acabaron cerrando y su historia empezó a desvanecerse.

Claire era la mayor de tres hermanas: Claire, Adele y Odette. Eran conocidas por su belleza. Nunca se mostraban tristes.

Tenían la cintura tan estrecha que Adele llevaba una cinta métrica en el bolsillo por si veía a una mujer que pudiera rivalizar con ellas. Durante toda la vida, nunca estuvieron a más de ocho kilómetros de distancia. Emilie y Colette eran como ellas en principio, con cinturas estrechas y piernas musculosas, con el pelo oscuro y sus disputas infantiles. Eran como ellas en sus frecuentes llamadas telefónicas, pero no en los sentimientos que había detrás. Eran como ellas en su proximidad, pero no en sus secretos.

Como este.

Emilie llevaba su secreto con ella mientras conducía junto con Colette y con Claire hacia el Yerba Buena. Lo notó en la garganta cuando aparcó.

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