Yerba Buena(24)



Ahí estaba, en el umbral, ocupando más espacio de lo que ella se había imaginado, con los ojos de color avellana brillando de nerviosismo y el cabello de las sienes más gris que plateado bajo la melancólica luz del estudio. Incluso su voz sonaba diferente sin el eco del restaurante. Apenas entró, comenzó a andar en círculos, levantando todas sus posesiones y haciéndole preguntas sobre ellas. Tenía colecciones de piedras semipreciosas, caracolas y libros con el lomo verde.

—?Los has leído?

—Pues claro.

él rio.

—?Acaso los libros verdes son mejores?

—Mejores no, pero sí más bonitos —se explicó ella—. Leo todo tipo de libros, pero solo colecciono los verdes.

Jacob sacó uno del medio de un estante. Le dio la vuelta. Encontró una foto de familia enmarcada: Emilie, Colette, Bas y Lauren, sonriendo, vestidos con ropa elegante.

—Esto es en la puerta de mi restaurante.

—Hemos ido desde que iba al instituto.

—Joder, sí que soy viejo. ?Estos son tus padres? ?Y tu hermana?

—Sí.

—?Estáis muy unidos?

Emilie se encogió de hombros y notó la mirada de Jacob sobre ella.

—Mi hermana es drogadicta. Lleva entrando y saliendo de rehabilitación desde que éramos adolescentes, así que…

—Ah, eso complica las cosas. ?Cuántos a?os tenías cuando empezó?

—Quince. Mejora, pero no dura. Para mí es más fácil… desconectar. —Se oyó a sí misma contando la misma vieja historia sobre su hermana adicta y su complicada adolescencia. Se preguntó si lo superaría alguna vez. Qué patético era dejar que alguien a quien rara vez veía tuviera tanto control sobre su vida.

Solo habían pasado unos minutos y se había cansado de las preguntas de Jacob, de tener que pensar respuestas. Cuando él se hizo cargo de la conversación, notó que se le hundían los hombros y se le aflojaba el estómago. Se relajó con sus palabras. Asintió con la cabeza como de costumbre para demostrarle que estaba escuchando, para demostrarle cuán interesada estaba.

—Parece que te gusta mucho ir a clase —comentó él.

—Pues sí, aunque estoy preparada para dejarlas ya. Estoy cursando mi quinta especialización. Todos mis compa?eros de clase son ni?os. Ni?os listos, pero muy jóvenes.

—Durante un tiempo me gustó la universidad. Antes de conseguir trabajo en aquel peque?o local de tapas en el que me enamoré perdidamente de la cocina y me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo sentándome todos los días en un aula cuando podía estar cocinando.

Siguió hablando y el cielo que se veía a través de la ventana se oscureció tras él. Se encendió la luz del motel que indicaba que quedaban habitaciones libres. Se preguntó si debería ofrecerle algo para beber y deseó haber pensado en comprar comida. Pero, de todos modos, él no estaba allí; estaba en Espa?a, donde quién sabe cómo había acabado trabajando en una granja (él se lo había dicho, pero ella no había prestado atención), y ahora a Jacob se le habían llenado los ojos de lágrimas y negaba con la cabeza.

—Cuando pienso en la tierra en mis manos… en aquel suelo. Nunca he sentido nada igual desde entonces. Me encantan todas las granjas con las que nos asociamos en el restaurante, pero la mayoría son nuevas. Ni?os de ciudad apasionados que buscan algo noble y piensan que lo encontrarán con unas cuantas semillas y una hectárea a las afueras de Santa Bárbara. ?Una tierra como la de Marta y Xavi? Para eso hace falta tiempo.

—Suena increíble.

—Fue increíble.

El cielo ya había oscurecido para entonces, y ella se moría de hambre y se preguntaba qué pasaría.

—Quiero prepararte la cena —dijo él volviendo de repente con Emilie, se puso de pie y estiró los hombros—. He visto que hay una tienda mexicana abajo.

Ella comprobó su reloj.

—Cierra en cinco minutos.

—Mierda, vamos.

Se alegró de salir del estudio y adentrarse en la noche. Cuando volvieran a subir, abriría la ventana de su peque?o dormitorio. Encendería un par de velas en la mesa que usaba de escritorio y colocaría las servilletas de tela, algo que hacía muy pocas veces. Se dirigió hacia la zona de las especias para buscar pasta de chile, mientras Jacob elegía los aguacates más maduros y los cítricos más brillantes. Cuando volvía hacia él, se paró para observarlo. Era todo un espectáculo palpando las naranjas y los aguacates, pelando hojas de maíz y oliendo el cilantro y la menta, mientras las luces fluorescentes del letrero de abierto se apagaban y él seguía allí, delante de ella pero sin verla, colocando los finos pimientos rojos en una cesta.

Cortó las naranjas y los aguacates y preparó un rápido aderezo para la ensalada. Emilie solo tenía una sartén de hierro fundido, en la que él echó el maíz, los pimientos y las gambas. Fue uno de los mejores platos que ella había probado en su vida.

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