Yerba Buena(58)



Emilie la reconoció por una de las fotografías. Claire lleva el pelo corto y pantalones de cintura alta, y su abuelo usaba gafas y sonreía ampliamente.

—?Bajamos? —preguntó Emilie.

—Por supuesto —respondió Bas—. Tengo grandes planes para nosotros.

Ella agradeció que se hubiera empezado a levantar la brisa de la tarde. Cerraron las puertas del coche y Bas la condujo hasta la puerta delantera; llamó al timbre y, un minuto después, también golpeó. Oyeron que giraba un pestillo, y luego se abrió la puerta y apareció un hombre negro con un uniforme de guardia de seguridad y algunos botones del cuello desabrochados. Se apoyó en el marco de la puerta con un vaso de agua helado en la mano, bloqueando la vista del interior cuando Bas, en su ansia por reconocer algo de su pasado, estiró el cuello para mirar.

—Lo siento —se disculpó riéndose de sí mismo—. Soy Bas Dubois.

—Michael —se presentó el hombre, que miró la mano extendida de Bas y se la estrechó.

—Mi familia vivía en esta casa en los sesenta. Esta es mi hija, quería ense?arle el sitio.

—?Ah, sí? —Michael bebió un sorbo de agua.

—?Todavía está el jazmín creciendo por la pared, en la parte trasera?

—Sí, es muy vigoroso, y huele realmente bien ahí detrás.

—?Y todavía pasan por aquí arriba los aviones?

—A veces todo el día.

—?Alguna vez os tumbáis ahí para verlos?

Michael entrecerró los ojos.

—Me estoy perdiendo.

—Yo me tumbaba ahí y esperaba a que pasaran. ?No lo hacéis?

—No —contestó él—. Nunca.

—Oye… ?Qué me dices de dejarnos ver el patio trasero? Solo un poco, quiero ense?arle a mi hija cómo es.

—Me parece que no.

Bas asintió.

—Vale, lo entiendo. —Vaciló unos instantes—. ?Qué me dices de la parte de adelante? ?Te importa que nos tumbemos un poco allí?

—?En el jardín delantero? —rio Michel.

—Sí.

—Adelante —los invitó, y volvió a reír.

La puerta se cerró y Emilie miró a su padre. ?Iba en serio? Corrió hacia el centro del césped y levantó la mirada hacia el cielo.

—Ahora está en silencio, pero espera. —Se sentó y luego se tumbó boca arriba, con los brazos estirados a los lados y las palmas hacia el cielo. Pasó un coche; el conductor redujo la velocidad, Emilie vio que la copiloto entornaba los ojos para mirarlos, y luego el coche volvió a acelerar. Se sentó al lado de su padre. No le apetecía tumbarse, pero entonces un avión apareció a lo lejos y él le dijo—: Créeme, no querrás perderte esto. Aquí, justo aquí. —Dio unos golpecitos en el suelo para que ella se tendiera allí; al sentir la humedad del césped filtrándose a través de su camiseta de manga corta y los pinchacitos de la hierba en el cuello, Emilie se preguntó cuándo habría sido la última vez que se había recostado en el césped. Pensó en cómo picaban las erupciones que le salían de ni?a después de pasarse el día rodando colina abajo en Griffith Park. El avión se estaba acercando y el ruido era mucho más potente de lo que había imaginado.

—Vale —murmuró Bas—. Vale, prepárate.

Pero era imposible que hubiera estado lista, nada podría haberla preparado para eso. La tierra se sacudió bajo ellos. El vientre del avión era como un meteorito. Seguro que algo iba mal. Un accidente. Una explosión. Bas gritaba de alegría a pocos centímetros de su oído y ella apenas podía escucharlo por el estruendo del gigantesco avión. Intentó mantener los ojos abiertos, pero no podía, no pudo. Cuando todo terminó, Bas se llevó las manos a la cabeza.

—?Dios mío! —exclamó. Sus recuerdos habían sido impresionantes, pero el hecho real era algo mucho más grande. ?Acaso ella no le había creído? ?No? Le zumbaban los oídos, ahora que todo había quedado en silencio. Mientras, otro coche pasó a su lado, por el todavía existente mundo.

Se sentó, se rascó el cuello y se preguntó si lo tendría enrojecido e irritado, como cuando era ni?a y junto a Colette, Pablo y Randy se plantaban en la cima de la colina, se dejaban caer de lado y rodaban hacia abajo, a veces rápido, a veces sucios, pero siempre riendo, siempre mareados.

—Esperemos —dijo Bas—. ?Quién sabe cuándo volveremos a hacer esto? Esperemos a que venga otro, no tardará mucho.

Así que aguardaron. Era lo que ella quería, quedarse sentada allí con él sin necesidad de decir nada importante. Un rato después apareció una mota en la distancia; la observaron a medida que se acercaba y se hacía más grande. Ya eran las ocho, el cielo tenía un brillante tono gris y las luces del avión resplandecían en rojo y banco. Se recostaron en la hierba y pronto llegaron de nuevo el viento y el estruendo, pero esta vez Emilie mantuvo los ojos abiertos sin pensar en nada, mientras el avión tronaba sobre su cabeza. El vientre del avión era tan grande como un planeta, y apenas empezó, ya había terminado.

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