Yerba Buena(56)



—Hace unas semanas. Pero no por lo que crees. Sabía que Jacob estaba fuera.

Alice tomó un sorbo de su copa de vino.

—Es justo.

—Es solo que… hay algo en ella. Sabía que estaba bien. Me sentí tan bien. Y luego… pasó algo. ?Queréis saber cómo me corté el pie?

Alice se inclinó hacia delante y dejó la copa.

—Sí —contestó poniéndose seria.

—Me lo hice en su casa, en mitad de la noche. Estaba durmiendo y oí ruidos. Salí por el pasillo en la oscuridad y pisé un fragmento de vidrio; creo que el ruido que me despertó fue el del vaso al romperse. Pasamos una noche increíble. Pero ocurrió algo (no sé qué) y no me acompa?ó al hospital. No guardó mi número de teléfono. Simplemente me echó.

—Por Dios —murmuró Pablo—. Lo siento, Em.

Emilie sintió que las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Se las limpió y negó con la cabeza.

—No pasa nada —dijo—. De verdad. No es de eso de lo que quiero hablar. —Levantó la mirada y vio que algunas de las luces de la cuerda que había sobre ellos se habían quemado.

—Te escuchamos —dijo Alice.

Emilie asintió.

—Todo este tiempo he estado profundamente perdida. Ni siquiera sé por qué seguís siendo mis amigos.

—?Qué? —exclamó Pablo—. No seas…

—Pablo —cortó Alice—. Déjala hablar.

—Es solo que no sabía lo que quería. Pero, por fin, aquella noche lo supe. Y ahora sé otra cosa, pero me parece imposible. Creo que me queda demasiado grande. No sé cómo hacerlo.

—Cuéntanoslo —animó Alice—. Me encanta pensar a lo grande. Me encanta lo imposible.

Así que, aunque Emilie se sentía como una tonta, se lo contó.

—Quiero reformar la casa de mi abuela. Necesitaré ayuda, lo sé, pero quiero hacer yo sola todo lo que pueda. Probablemente suene a locura.

Alice negó con la cabeza.

—No —coincidió Pablo—. A mí no me parece ninguna locura.

Se quedaron sentados en la cálida noche, acurrucados en su rincón de la terraza.

—Claire estaría muy feliz —a?adió Alice, y Emilie esperó que fuera verdad.

Era tarde cuando volvió a casa de su abuela, pero en lugar de irse directamente a dormir en el apartamento del garaje, abrió la puerta trasera.

Entró en la casa y se dirigió a la habitación de Claire. Se paró donde había prometido cuidar de Colette y se preguntó cómo era posible que, solo unas semanas antes, esa estancia (y toda la casa) hubiera estado llena de muebles, periódicos, chucherías, polvo, alfombras, bandejas de televisión, retratos de Jesús y anticuados dispositivos electrónicos, y que ahora solo estuviera ella.

No podía volver a hacer nada. Las decisiones que había tomado o que había dejado que tomaran por ella se habían agotado, se habían acabado. Pero ahí tenía la casa de su abuela, que necesitaba ser reformada. Y había una voz en su interior que le recordaba lo que ella quería.



Bas accedió a ayudar.

Llegó el sábado por la ma?ana a las ocho en punto. Emilie le ofreció una taza de café que había preparado en el apartamento del garaje y empezaron a elaborar una lista de todo lo que tenían que hacer.

—?Cuánto crees que mide esta habitación? —Bas se recostó para tener mejor visión—. ?Nueve por doce? ?Diez por doce?

—Me he dejado la cinta métrica en la mesa del apartamento —dijo Emilie.

Se dio cuenta de que había una grieta en el cristal de una ventana. Se lo anotó en el móvil mientras Bas salía.

—?Y esos colores? —exclamó momentos después, al volver corriendo del garaje con la cinta métrica—. No había estado ahí desde que te habías mudado. ?Parece una carpa de circo!

Ella rio.

—Ah, sí, necesitaba animarme.

—Ah —contestó él—. ?Pasaba algo de lo que no me hubiera enterado?

Emilie observó su expresión de curiosidad y preocupación. ?Cómo podía cambiar tantas veces de especialidad justo antes de graduarse y no tener reparos en mudarse de su estudio con una semana de antelación y, hasta donde ellos sabían, no haber tenido vida amorosa durante los últimos tres a?os y que nada de eso les hubiera preocupado? Tal vez pensaran que era alguien que se contentaba con dar un paseo y aparecer a la hora de cenar. O que le daba igual arreglar flores o clasificar pastillas, siempre y cuando eso la mantuviera ocupada.

—?Al menos estás mejor ahora?

Consideró su pregunta y se imaginó a sí misma contándoselo todo, cada ingenua esperanza y cada terrible error. Le hablaría de los excursionistas del ca?ón, de aquella extra?a tarde que todavía la asustaba. Le hablaría de Sara, de cómo la había echado. Juntos, podrían averiguar lo que ello había significado.

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