Yerba Buena(63)



—Em, mírate. Y solo acabas de empezar.

—Sois demasiado buenos conmigo. Se trata nada más que de una casa. —Sin embargo, sabía que era mucho más que eso.

Cuando terminaron de cenar, Alice y Emilie volvieron al bungalow de Alice.

La habitación de invitados era un santuario, paredes azul marino con molduras blancas. Una cama suave, una cómoda ahora llena con la ropa de Emilie, y un sillón de terciopelo rosa con una otomana colocada bajo una ventana, perfecto para leer. Era un regalo quedarse allí mientras vendía la casa de Claire y buscaba una nueva para instalarse.

Se dieron las ?buenas noches? y Emilie se instaló en la habitación.

Miró su móvil, poco antes de las diez. Se quitó las sandalias y se frotó la cicatriz en la planta del pie izquierdo. Ahora se había curado, pero seguía tierna al tacto si presionaba cierto ángulo. Durante la última revisión, el médico le había dicho que podía dolerle durante meses. Tal vez incluso para siempre.

—Los cuerpos son un misterio —le había dicho el médico.

Aquella noche de hacía meses, Emilie había conseguido encontrar el camino escaleras abajo y pasar la fuente y el arco cubierto de hiedra hasta la acera, con la sangre filtrándose a través del trapo que le envolvía el pie y empapándole la sandalia.

El conductor del taxi se había acercado hasta allí con los faros encendidos, y la había llevado al hospital a toda prisa.

La enfermera de triaje, con los labios fruncidos, había conducido a Emilie a través de una puerta.

La preocupación se había reflejado en el rostro del enfermero de urgencias al quitarle el trapo ensangrentado. La había pinchado en el corte con una jeringuilla.

—Esto duele —le explicó—. Pero, sin anestesia, los puntos dolerán mucho más.

Había estado mucho tiempo esperando al médico. Cuando finalmente llegó y apartó la cortina, la anestesia había desaparecido. La quemazón del alcohol, la presión del algodón. Cuando Emilie se estremeció, el médico le dijo: —Lo siento. Esto va a doler. Adelante, puedes apretarme el brazo si lo necesitas.

Los pinchazos de una aguja, el hilo atravesándole la piel doce veces. Se había concentrado en una cicatriz que él tenía en la oreja. Había observado cómo tensaba y relajaba la mandíbula con cada punto. Las lágrimas le habían resbalado por las mejillas. Emilie había decidido apretar su propio brazo. Más adelante, le saldrían moretones con la forma de las yemas de sus dedos, de un color púrpura azulado.

—Esto servirá —a?adió finalmente el médico—. ?Te encuentras bien?

La había mirado fijamente. Ella deseaba los pinchazos y el estiramiento, el dolor que producía, el hecho de saber que la estaban cosiendo. él se fue y luego apareció una chica con un ordenador portátil, preguntándole por su seguro y su dirección.

Había vuelto a West Hollywood, donde el conductor la había dejado frente a su coche. Pero en lugar de dirigirse a casa había conducido lentamente por el vecindario, intentando recordar dónde habían girado exactamente, deseando haber prestado más atención. Le dolía el pie y notaba una molestia entre las piernas. Sentía un hormigueo en la cabeza provocado por la fatiga y, peor que eso, se sentía perdida de un modo demasiado familiar. Giraba en todos los caminos de entrada, y enseguida daba la vuelta y empezaba de nuevo. Miraba las ventanas, preguntándose si serían las de Sara, aunque sabía que las de Sara daban al patio y a otros edificios, no a una calle. Recordaba haber estado en la calle bajo una lámpara, con la sangre goteando por el trapo mientras esperaba el taxi. Pero ?qué lámpara? Había demasiadas.

?Y qué haría si encontraba el apartamento de Sara?

Primero la había deseado y luego la había echado. No sabía por qué.

Tal vez lo entendería si pudiera recordar con más claridad. Las estanterías, los azulejos. Su vestido cayendo al suelo. El aliento de Sara sobre su garganta. Los dedos de Sara palpitando en su interior y el sabor de Sara en la boca de Emilie. Había dormido, pero poco, bajo una manta gastada y con la ventana abierta. Los cristales rotos. Lejos, pero cerca. Y Sara no estaba. El pasillo y la luz. El fragmento de cristal después de haberlo sacado.

Y Sara, la capa de piedra que cubría su rostro. No, no era piedra, era resina. Justo debajo de su dura superficie había un dolor tan profundo que a Emilie le dolía el pecho de solo pensarlo. Se detuvo a observar un patio (se dio cuenta de que no era el correcto porque no tenía fuente y era silencioso), y en ese momento no pudo determinar si lo hacía por lujuria, por amor o por ira. Por curiosidad o por desesperación.

Daba igual. Tenía que irse a casa.

Nunca había conducido tan cansada, pero de algún modo había logrado llegar a la autopista y al apartamento del garaje, donde se había derrumbado sobre la cama, había tirado de las sábanas y había dormido bajo el pesado y amarillento techo.

Había sido capaz de perderse en el trabajo, de pensar menos en aquella noche mientras restauraba la casa de Claire. Pero ahora que había terminado, los recuerdos habían vuelto.

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