Yerba Buena(68)
Pronto estuvieron comiendo huevos juntas en la cocina, y luego Sara buscó en el armario de Emilie ropa de trabajo que le pudiera servir.
Emilie preparó rodillos de pintar, raspadores y lonas. En la cocina, dejó correr el agua hasta que salió caliente y llenó un cubo hasta la mitad en el fregadero. Agregó medio litro de vinagre. El nuevo álbum de Lorde que habían estado escuchando con Colette empezó a sonar en la parte delantera de la casa. Oyó las voces de su hermana y de Sara, pero no podía entender sus palabras. Se sonrojó al ver a Sara con su ropa.
Les llevó horas. Hicieron peque?os cortes en el papel con un cúter, humedecieron las paredes sección a sección, raspando y vitoreando cuando caían trozos grandes. En algunas áreas más rebeldes tuvieron que repetir el proceso. Más agua y más raspado. Emilie se preocupó al principio por que Sara se sintiera atrapada allí, pero vio su expresión de concentración mientras se centraba en una sección junto a la puerta. El modo en el que se mordía el labio y entrecerraba los ojos, el cuidado con el que trabajaba el lado del papel atascado hasta que se soltaba.
Compraron burritos del Super Mex para almorzar y se los comieron en los escalones del gran porche delantero. Volvieron al trabajo hasta que, a última hora de la tarde, las paredes del vestíbulo quedaron desnudas.
—?Y ahora qué toca? —preguntó Sara.
—Ma?ana prepararé las paredes y me aseguraré de que queden lisas. Y luego colocaré el nuevo papel.
—?Cómo es?
—Te lo ense?aré.
Colette se despidió (había quedado con una amiga) y Emilie llevó a Sara a la sala de estar, donde había cajas con artefactos de iluminación, rollos de tela de tapicería y bandejas de herramientas alineadas por todo el perímetro.
—Es un poco atrevido —le advirtió Emilie, y desenrolló el papel sobre el suelo desnudo. Palmeras y flores. Pájaros tropicales en vuelo. Verdes, azules, rojos y amarillos intensos.
—Es precioso —alabó Sara.
—Quiero que la gente entre y sepa enseguida que está en un lugar extraordinario.
Notó la mirada de Sara sobre ella mientras enrollaba el papel y lo volvía a guardar en la caja. Sentía su mirada como una luz cálida que quería que durara. El día estaba acabando, ?qué pasaría entonces con ellas? Quería que Sara se quedara y se quedara.
—?Te apetece tomar una copa?
Sara inclinó la cabeza para mostrar sorpresa.
—Por supuesto.
—Un poco atrevido, lo sé.
La noche era cálida, así que después de quitarse la ropa de trabajo y de lavarse, Emilie y Sara se encontraron en el jardín.
—Soy demasiado tímida para prepararla delante de ti.
Emilie había quitado el arce moribundo en cuanto había cerrado la compra de la casa, pero la palmera seguía allí, en el centro del jardín. Crecían moras en un arbusto que daba a las ventanas del comedor, y ahí fue donde Emilie se encontró a Sara cuando salió. Había juntado unas moras, y le ofreció una a Emilie.
—Están buenas, ?verdad? —comentó Emilie—. La decisión obvia sería deshacerse de estos arbustos antes de vender la casa, pero no logro convencerme. —Le tendió una copa a Sara—. Gin-tonic, con extra de limón. La única bebida que sé preparar.
Brindaron y se sentaron en un banco a la sombra.
Sara tomó un sorbo.
—Está muy bueno —comentó.
—Está decente.
—Es la bebida perfecta para este momento.
—Vale, eso te lo compro. —Tomó su primer sorbo—. ?Y ahora dónde trabajas?
—He estado asesorando, dise?ando cartas de cócteles para un par de sitios. Ofreciendo formaciones.
—?Esperando para comprar tu propio bar?
—Tal vez —admitió juntando su rodilla con la de Emilie—. Pero háblame más de esto. De cómo terminaste aquí, encargándote de todo.
—Ya te conté la versión corta.
—Pues cuéntame la larga.
—Se remonta a varias generaciones.
—Mucho mejor entonces.
—Todos los hombres de la familia de mi padre eran constructores. Mi abuelo y sus dos hermanos. También los hermanos de mi abuela. Todos se marcharon de Nueva Orleans para venir a Los ángeles después de la guerra. Se siguieron unos a otros con esos coches viejos por todo el camino. Tenían que parar cuando uno se averiaba. Los reparaban ellos mismos al lado de la carretera.
Sara se recostó, dispuesta a oír el resto. A Emilie le gustó cómo se sentía que la escucharan. Le gustaba el sonido de su propia voz narrando la historia. Todo eso era nuevo para ella. Esa confianza, esa franqueza. Le contó más a Sara.
—Querían construir casas juntos, con sus propias manos —explicó—. Al menos es como me gusta pensar en ello. En realidad, tengo unas fotos maravillosas… ?quieres verlas?
—Sí —contestó Sara.