Yerba Buena(73)
—No —respondió Colette—. No es raro.
—No habrá más fiestas de Navidad —a?adió Emilie.
—Pero podemos organizar nosotras la nuestra.
Emilie asintió. Tal vez pudieran.
Se prepararon unos bocadillos y salieron al jardín para tomárselos. Se sentaron juntas en silencio bajo la sombra de la amplia y agachada palmera.
Una hora antes de la llegada de los invitados, Colette empezó a preparar el arroz mientras Emilie sacaba botellas de vino tinto y copas y metía las botellas de San Pellegrino en un cubo con hielo. Montó tablas de aceitunas, queso, miel y frutas, una para el centro de la mesa prestada y otra para su peque?a mesa redonda del rincón. Emilie subió por las escaleras a su habitación y Colette a la suya. Un poco más tarde, en la planta baja, se pararon frente a frente. Las dos llevaban vestidos y los labios pintados. Colette se había recogido el pelo en un mo?o y el de Emilie le caía sobre los hombros.
—Estás muy guapa —la elogió Colette.
—Tú también.
Colette encendió velas por toda la casa mientras Emilie elegía los álbumes que iban a reproducir. Puso ?Where Did Our Love Go?, de The Supremes, en el reproductor deseando que la fiesta empezara con algo alegre. The Temptations para los aperitivos, Joni Mitchell para cenar. Uno de los amigos de Sara llevaba la tarta. Seleccionaría la música para el postre después, dependiendo de si en ese momento el ambiente de la fiesta se había tornado bullicioso o íntimo.
—Listo —anunció Colette, dejando la caja de cerillas en el mostrador de la cocina.
—Vale —contestó Emilie bajando la aguja del tocadiscos—. Creo que estamos preparadas.
Y cruzaron el salón, la sala de estar y el recibidor para atravesar las pesadas puertas de los escalones de entrada y esperar a sus invitados.
Un par de horas más tarde, Colette repartía cuencos de arroz mientras Emilie servía el gumbo en ellos y Pablo iba y volvía al comedor. Sara entró en la cocina.
—Solo quiero hacer una cosa rápida —le aseguró sacando frascos y vasos de una bolsa que había traído. Justo cuando estuvieron servidas las últimas raciones de gumbo, Sara colocó una copa amplia delante de Colette, y otras dos delante de su amigo Erik y de Spencer.
—?Qué es esto? —preguntó Erik.
—Tendréis que darme vuestra opinión. Shrub de pomelo, tónica, sirope de romero… Estoy expandiendo mi lista de mocktails.
—?Tu qué? —preguntó Spencer.
Colette rio.
—Su lista de cócteles sin alcohol.
—Ah, pero ?de qué sirve un cóctel si no tiene alcohol? Sabes que yo bebo, ?verdad?
—Sí —respondió Sara—, pero todavía eres menor de edad. Y te voy a decir de qué sirve (hay una buena historia detrás), pero primero tengo que probar esto.
Se elevaron murmullos de satisfacción alrededor de la mesa.
—Sois increíbles, vosotras dos —comentó Alice—. Sabe exactamente igual que el de Bas.
Emilie tomó su primera cucharada con arroz y lo notó todavía más delicioso que lo poco que había probado un rato antes.
—Buen trabajo, hermana —le dijo a Colette.
—Lo mismo digo.
Emilie observó a Sara desde su sitio al otro lado de la mesa. Observó su boca mientras probaba la cucharada de gumbo con los ojos cerrados. Observó su mano mientras tomaba la copa de vino y bebía un sorbo.
La mesa estaba tranquila, todos esperaban a que Sara empezara.
—La mayoría de vosotros sabéis que me marché de casa cuando era muy joven. Tenía dieciséis a?os y vine a Los ángeles con un chico llamado Grant. No lo conocía cuando nos marchamos, pero cuando llegamos aquí éramos amigos —declaró Sara. Spencer había estado comiendo vorazmente, pero en ese momento dejó la cuchara—. No conocíamos a nadie aquí. No teníamos dinero. Encontramos un refugio en Venice, donde nos acogieron y nos consiguieron trabajo. El mío era en un restaurante. La mujer que me formó me pidió que me quedara con el piso que había alquilado. Y cuando acepté, sacó una botella de Lillet de la nevera y dos copas talladas. Cortó cáscara de limón y todo. Brindamos. Bebimos. Me voló la mente.
—Creo que eso no lo he probado —comentó Spencer—. ?Cómo has dicho que se llama?
—Lillet —respondió Sara—. Pero no es lo que quiero decir. Estaba bueno, sí. Me encanta el Lillet, es delicioso. Pero más allá de eso, fue el momento. Tomarse una pausa para reconocer algo importante. Fue eso, más que la bebida en sí.
—Ahí tienes tu respuesta, Spencer —intervino Erik levantando la copa y tomando un sorbo—. Está casi tan bueno como el real, Sara.
Sara sonrió.
—Me alegro.
—Y ahora sigue con la historia —la animó Erik.
—Estaba ganando dinero como camarera. Pero lo que quería era hacer cócteles. Era demasiado joven, pero aun así estudié los nombres de las etiquetas de las botellas e hice preguntas a los encargados de los bares. Fui implacable. Entré pronto (sin cobrar) para aprender cómo preparaban siropes y tónicas. Uno de ellos me dio botellas que casi se habían acabado y me pasó recetas para que las probara en mi apartamento. Entonces, cuando cumplí dieciocho, pude servir vino legalmente. Por fin. Todos brindaron por mí en el restaurante familiar aquella noche (el chef, los cocineros, los camareros, los ayudantes, la recepcionista, el gerente); cansados y sudorosos después de una noche muy larga, me miraron a los ojos y alzaron sus copas.