Yerba Buena(78)
Igual que Spencer, cuando se había sentado sobre su bicicleta. Y como lo había hecho Grant cuando ella se mudó al apartamento. Y ahora lo había hecho también Emilie, al despedirse de ella en los escalones. La destrozó lo fácil que era para los demás dejarla marchar.
Oyó la voz de Spencer en su dormitorio, hablaba con alguien por teléfono.
Abrió la puerta. Vio dos bicicletas. Algunas cajas apiladas. Miró más de cerca y vio las etiquetas con la caligrafía de su padre: ?Cosas de Sara?.
Volvió a cerrar la puerta. No la había borrado. Vale, pensó. Vale.
Spencer salió de su habitación.
—Mi amigo está trabajando ahora en Tino’s, puede traernos una pizza.
Llegó la pizza. Comieron en la sala de estar mirando la tele. Cuando se cansaron, Sara fue hasta el armario del vestíbulo a por una manta y una almohada.
—Sabes que puedes usar la habitación de papá —dijo Spencer cuando la vio preparando el sofá para dormir.
—Prefiero dormir aquí —respondió ella.
—Vale. Buenas noches.
El olor de la casa la mantuvo despierta. La humedad, la rancidez. Notó el murmullo de algo, algo que la presionaba mientras intentaba dormir. Echaba de menos a Emilie, todavía no sabía lo que había pasado entre ellas. Pensó en llamarla, pero no lo hizo. De vuelta en Los ángeles, en su propio apartamento, en la vida que se había hecho para sí misma, averiguaría qué había salido mal. Lo arreglaría si fuera posible. Ahora, en este lugar, intentaría dormir. Trataría de encarar el día a día hasta que se terminara el tiempo que tenía que quedarse allí.
Pensó en Spencer en la planta de abajo. Había muchas cosas de él que desconocía. La había llevado a desayunar el día de su cumplea?os. Había elegido uno de los restaurantes favoritos de Sara. No era barato. Le había encontrado un trabajo fregando platos en un restaurante, pero le pagaban el salario mínimo y ella había calculado cuántas horas tendría que trabajar para pagar el cheque cuando vio las facturas de su cartera. Un montón.
Quería apartar la mirada, fingir que no lo había visto. Pero no esta vez. No podía volver a la cárcel. No podía seguir perdiéndolo una y otra vez.
—?Qué vale un gramo estos días? —le preguntó.
Spencer se quedó en silencio.
—?Un gramo de qué?
—?De heroína? ?De cocaína? Dímelo tú.
él la miró.
—?Por qué mierda tendría que saberlo?
Era como tener a su padre frente ella.
—Spencer… —susurró—. Venga.
él suspiró, volviendo a parecerse a él.
—No es nada —respondió—. No tienes que preocuparte por mí.
—Es mucho dinero.
—He dicho que no te preocupes.
Lo había llevado a casa de Emilie aquella noche para la fiesta y Spencer les había caído bien a todos. Lo había visto como lo veían los demás: mucho más joven que ellos, guapísimo con su camisa y sus vaqueros, con un punto muy dulce de arrogancia, y ansioso por levantarse de la silla a ayudar. Cuando lo había visto hablando con Colette en un rincón, entre platos, se había dicho a sí misma que no debía pensar en ello. Su hermano podía hablar con la hermana de Emilie, debería hablar con ella. Pero llevaba zapatillas nuevas. Y tenía una pila de facturas por pagar.
Pensó que el hecho de volver juntos al río significaría algo para ellos, pero tumbada sobre el sofá fue consciente de la distancia que había entre los dos.
Alrededor de la medianoche, se dio por vencida. Agarró las llaves del coche y cerró la puerta tranquilamente tras ella.
Condujo tres kilómetros por una calle boscosa y sacudida por el viento, fuera de Guerneville hacia Monte Río, donde se detuvo en el aparcamiento de gravilla de El Elefante Rosa. El letrero del bar estaba apagado, y el aparcamiento, vacío. Salió y probó la puerta para confirmar lo que sospechaba. Había cerrado.
De todos modos, había sido una tontería pensar que sus viejos amigos la encontrarían allí.
Había desaparecido. Había pasado una década y nunca había vuelto a llamarlos. Para ser sincera, apenas había pensado en ellos. Había tenido que cortar lazos con ese lugar tanto como había podido. Había sido una cuestión de supervivencia.
Ahora estaba allí, imaginando que todavía podrían acudir a ella si se mostraba en un aparcamiento sin avisar en mitad de la noche. Condujo de regreso a casa. Dio vueltas en el sofá mientras pasaban las horas.
La capellán del hospital llamó al fijo dos veces durante las dos primeras semanas que estuvieron en casa. Sara ignoró las dos llamadas, pero se obligó a escuchar los mensajes: ?Soy Alison Tarr del Hospital General otra vez, llamo para ver cuándo podrán venir?.
—Deberíamos ponernos con todo —le dijo Sara a Spencer—. Guarda en cajas lo que quieras salvar.