Yerba Buena(83)
Lily y Dave subieron a un viejo Cadillac blanco, con una peque?a bola de discoteca y una pata de conejo colgada en la ventanilla trasera.
—Voy dentro a por las llaves.
Se volvió y luego se acordó. En lugar de eso, entró en el coche de Dave.
—Uf —exclamó Lily—. Por un momento he pensado que te habías olvidado de todo.
—Conducimos juntos, morimos juntos —recitó Dave.
—?De dónde es eso? —preguntó Sara.
Había algo de tierra acumulada en el suelo del asiento trasero, pero una manta suave cubría la vieja tapicería. Sara se permitió recostarse y cerrar los ojos mientras escuchaba a su viejo amigo inventándose una historia tonta. Su voz sonaba muy bien. Profunda y fuerte, casi nasal. Quería que hablara y hablara, y se preguntó si podría sentir adónde iban incluso con los ojos cerrados.
—?Estás bien? —preguntó Lily.
—Me duele la cabeza.
Un crujido. Pastillas en un bote, vertiéndose.
—Toma —le ofreció Lily.
Sara abrió los ojos y vio una aspirina y una botella metálica con un tapón rosa. Se tomó el medicamento y le devolvió el agua. Cerró los ojos de nuevo. Deseó que solo fuera un dolor de cabeza.
—Mírala —susurró Lily—. Solo mírala.
—?Todavía muere la gente aquí? —preguntó Sara.
—Eh… —empezó Dave—. ?No has venido al pueblo por eso?
—Sabes a qué me refiero.
—Dos chicos el a?o pasado.
—?Juntos?
—No.
—?En el río?
—Sí, uno de ellos.
Sara abrió los ojos. La luz de la bola de discoteca bailaba sobre el techo del coche.
—Pienso en Annie a todas horas.
—Todos pensamos en Annie a todas horas.
Notó el silencio entre ellos, un silencio pesado. Su padre había estado involucrado en lo que le había pasado a Annie. él lo había sabido.
El coche se detuvo en una calle, frente a una iglesia blanca con las ventanas cerradas y el peque?o campanario que se adentraba en el cielo, pero no llegaba muy lejos. La luna y las nubes estaban mucho más arriba.
—He pasado antes por aquí, preguntándome si todavía te encontraría. La otra noche también fui a El Elefante Rosa. ?Ya no os juntáis allí?
—?En el aparcamiento de un bar cerrado? —rio Dave, incrédulo—. Ya no somos ni?os.
Los tres tenían rostros más afilados y voces más adultas. Había sombras plateadas precoces en las sienes de Dave. Pero, para Sara, estar con ellos en el coche era como volver a tener dieciséis a?os, con toda la dulzura y todo el dolor que eso suponía. Podía sentir el susurro de la pulsera de la amistad que le había hecho Lily, ver sus hilos rosas, rojos y blancos. Era una de las cosas que había dejado atrás.
Crystal y Jimmy estaban sentados en los escalones de la iglesia, esperándolos, cuando llegaron y aparcaron. Los cinco entraron por la puerta del apartamento y subieron por las escaleras. Sara recordaba la casa de otras veces, y aunque la estructura seguía siendo la misma, vio que ahora solo Lily vivía allí. Antes únicamente había bordados e imágenes de Jesús. Ahora un sofá rosa chicle ocupaba la mayor parte del salón y las paredes estaban llenas de cuadros de lugares lejanos. Jimmy y Crystal ocuparon el sofá, y Dave se sentó en el suelo con la espalda contra la pared y las piernas estiradas. Sara siguió a Lily hacia la cocina. Vio una fotografía de Lily con un hombre en la nevera.
—?Quién es?
—?Billy McIntire? Iba tres cursos por delante de nosotros en el instituto. Ahora está destinado en Alaska.
—Debes de echarlo mucho de menos.
—A todas horas —confirmó Lily.
—?Qué pasó con la congregación de tu padre?
—Abrieron una iglesia nueva en Forestville —explicó Lily—. Se llevaron a todo el mundo. Mi padre se mudó a Arizona con su nueva esposa.
—?Alguna vez vas a la capilla?
—A veces —confesó Lily.
—Siempre me gustó —dijo Sara—, aunque no fuéramos religiosos.
—Acompa?adla allí, chicos —les pidió Lily—. Ahora iré yo.
Dave, Crystal y Jimmy condujeron a Sara por el pasillo y bajaron otro tramo de escaleras empinadas hasta la puerta. Aparecieron entonces en la peque?a iglesia con sus techos altos, su púlpito y sus filas de bancos. Jimmy y Crystal se sentaron en el primero, y Dave y Sara en los escalones que llevaban al escenario. Enseguida llegó Lily con cinco tazas de chocolate caliente en una bandeja. Sara tomó la suya y sintió su calor en las manos.
Tomó un sorbo. Estaba caliente y dulce.
—Gracias por encontrarme —dijo Sara—. Creí que ya no viviríais aquí. Ha pasado mucho tiempo.
—No todos se marchan —replicó Crystal.
Sus amigos… seguían siendo las mismas personas. Pensó en ellos, apretados todos juntos aquella horrible ma?ana en la terraza.