Yerba Buena(87)



—Créeme —la interrumpió Dave—. Mi cerebro perturbado ha pensado en todo.

—No puede salirse con la suya.

—?Quieres enfrentarte a él?

—No —contestó Sara—. No quiero enfrentarme a él. Quiero hundir esta camioneta en su muelle.

Dave arqueó las cejas.

—Sabrá que has sido tú.

—Sí, ya.

—?No te preocupa?

—No puede ir a la policía. ?Después de todo lo que ha hecho? Voy a empujar esta camioneta colina abajo y podrá deshacerse de ella si quiere. O podrá mirar la maltrecha camioneta de su amigo cada vez que salga y acordarse de todo.

Dave la miraba fijamente.

—Lo dices en serio —se sorprendió.

—Claro que lo digo en serio.

—Vale, pues hagámoslo.

Condujo la camioneta el resto del trayecto. Había muchos coches aparcados en los caminos de gravilla y en la calle. Estaba atardeciendo, pero todavía no era de noche y sería fácil identificar a Sara y a Dave si alguien se molestaba en hacerlo. Pero ?por qué iba a importarles? Cualquiera que conociera a Eugene sabría que se lo merecía. Cualquiera que conociera a Sara (la chica que había perdido a su madre, la chica cuyo padre traficaba con drogas, la chica que había desaparecido y por fin había vuelto a casa) miraría hacia otro lado.

La casa que había junto a la de Eugene era un alquiler vacacional. Había una caja de seguridad en la puerta. Un camino vacío. Perfecto para lo que necesitaban. Un camino fácil por el que empujar la camioneta, espacio suficiente para inclinarla. La puerta de Eugene estaba abierta, solo tenía puesta la mosquitera. Probablemente lo oiría todo. Saldría y los vería después de oír el impacto.

—?Preparado? —preguntó.

—Sip —confirmó Dave.

Soltó el freno de mano, se pusieron detrás de la camioneta y empujaron. Lentamente, muy lentamente, se movió. Poco a poco, se volvió más fácil empujarla, y un momento después los neumáticos estaban girando sin ellos. La mosquitera se abrió de golpe, Eugene salió corriendo para verlo. La camioneta rodando por el borde del camino, extra?amente silencioso, antes de precipitarse sobre los tocones y los arbustos, y estrellándose en medio de su muelle. Se hundió. Se paró. Se hundió un poco más hasta que la mayor parte quedó sumergida, pero había un trozo que sobresalía.

Finalmente, bajo ella, el suelo se quedó quieto. Estaban a varios metros de distancia, pero Eugene se volvió hacia ellos y los reconoció. Desde la distancia, Sara pudo ver cómo había envejecido: el estómago le colgaba más y su cabello había desaparecido. Escupía veneno por los ojos, pero Dave y ella habían crecido. Estaban viviendo sus propias vidas, a pesar de lo que él había hecho. Estaban uno al lado del otro, hombro con hombro, los dos con veintiocho a?os. Podrían haberlo destrozado con las manos, haberlo desgarrado con los dientes.

Pero eso tendría que ser suficiente.

Algunos de los vecinos, alertados por el ruido, salieron a mirar desde sus porches.

Finalmente, Eugene dijo:

—Qué manera de desperdiciar una buena camioneta.

Sara se encogió de hombros y replicó:

—No la quiero.

Sobre ellos se alzaban las secuoyas. Bajo ellos, corría el río. El muelle en el que Sara se tumbaba con su madre en aquellos cálidos veranos era ahora un montón de madera astillada. La camioneta que su padre conducía por el pueblo no era más que una mara?a de metal sumergida.

No les quedaba nada por hacer.

Juntos, Sara y Dave volvieron andando por la boscosa manzana, y pasaron al lado de los espectadores que les habían dado la espalda como a tantas otras cosas en sus vidas. Que volverían a mirar hacia otro lado con ese peque?o asunto.



—Te llevo a casa —se ofreció Dave.

—No pasa nada. Me apetece caminar.

—Pronto se hará de noche.

—Lo sé.

—Vale. —él abrió la puerta y entró en su coche—. Oye, Sara —le dijo—. Necesitaba esto. No sé por qué no hice nada hace unos a?os.

Ella asintió y levantó la mano para despedirse.

él encendió el motor del Cadillac, se despidió también con la mano y se marchó.

Una vez que estuvo fuera de su campo de visión, ella siguió por todas las manzanas del barrio hasta River Road. Ahí estaba el letrero que se?alaba Armstrong Woods.

Se dio cuenta de que podría caminar hasta allí. Y de pronto sintió que era lo único que podía hacer.

Caminó tres kilómetros por la suave pendiente de la calle. Pasó por la vieja cafetería y por la librería, hasta que estuvo oficialmente fuera del pueblo. Tenía los pies cansados, pero no le importaba. Estaba yendo a casa.

Llegó a la estación del guardabosques, no necesitaba ningún mapa. Y ahí estaba, el momento en el que el aire cambiaba. Inhaló todo lo que pudo. Quería tragárselo, sentir el bosque en su interior. Caminó por el sendero más empinado. Subió y subió tanteando el camino en la oscuridad, descansando de vez en cuando para recuperar el aliento mientras pasaban las horas.

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