Yerba Buena(92)



Habían agotado las conversaciones sobre los padres de Randy, sobre Pablo y su prima Marisol, sobre cómo iba el negocio familiar de los Santos y sobre si se jubilarían alguna vez. Habían hablado del divorcio de Lauren y de Bas, y de cómo Colette y Thom estaban de vacaciones en Tahoe en ese momento, donde Emilie estaba segura de que Thom le pediría matrimonio en alguna parte del lago con un anillo de diamantes que llevaría guardado en el bolsillo. Y ahora iban callados, con la radio encendida, abriéndose paso por West Hollywood. Miraron un par de casas más, una de las cuales estaba casi bien. Y luego volvieron al coche y giraron a la derecha hacia Sunset Boulevard. El tráfico avanzaba lentamente. Emilie miró por la ventana.

Ahí estaba el Yerba Buena, en la esquina.

Siguieron de largo. Emilie apoyó la frente contra el cristal. Un poco más adelante vio una tiendecita vacía en la esquina de Hollywood Boulevard. Le vino un recuerdo. El tráfico se detuvo por completo. Un poco más allá, un semáforo se puso en rojo.

—Un momento —le dijo y abrió la puerta.

Salió corriendo del coche, solo un instante, para mirar por la ventana. Suelos de madera en espiga. Un ornamentado candelabro de techo de cristal y latón, enorme para un espacio tan íntimo.

El bar de Sara.

Volvió corriendo al coche cuando el semáforo se puso en verde.

—?Qué ha sido eso? —preguntó Randy pasándose al carril izquierdo.

—Me ha llamado —respondió Emilie.

—Es una buena ubicación para algo. ?Te interesan los locales comerciales?

—Puede que algún día —respondió.

Y luego salieron de Sunset hacia Laurel Canyon Drive. Se dirigieron hacia las colinas, subiendo y subiendo cada vez más hasta que llegaron a Mulholland.

—No sabía que íbamos a ver una casa aquí —comentó Emilie.

—Todavía no está en el mercado. Me habló de ella un agente que conozco. Se pondrá a la venta la semana que viene, pero ya hay caja de seguridad y me han dicho que podíamos echarle un vistazo.

Giraron por una calle estrecha. Era verde y silenciosa, con vistas a la ciudad que se extendía debajo.

—Ni en sue?os puedo permitirme esto.

—Bueno, es un bungalow, no una mansión. Y necesita mucho trabajo.

Randy dobló por un camino de entrada y Emilie vio la casa, escondida detrás de un patio de ladrillos cubierto de musgo. Tejas francesas de color verde, ventanas con paneles de diamante y palmeras alrededor.

Bajó del coche.



Aquella noche, el móvil de Emilie se iluminó mientras ella dormía. Por la ma?ana, lo primero que vio fue una fotografía de la cocina de Sara, que le había llegado justo después de medianoche, sin palabras que la acompa?aran.

Emilie se sentó en la cama, se acercó el móvil y amplió la imagen para estudiarlo todo tanto como le fue posible.

Vio un fregadero manchado y se imaginó a Sara de pie junto a él.

Vio las cortinas desgastadas, la soledad, la tristeza.

Vio los helechos y las secuoyas a través de la ventana.

Esperó a que le llegara un mensaje, pero no llegó nada.

Aun así.

Podía reconocer una carta de amor cuando la veía.



En el calor del verano de Los ángeles, con las piernas sobre el cuero de su camioneta, Emilie se detuvo frente a la tienda conocida. Todavía descaradamente hermosa, con las plantas en la acera (ahora más llenas y más altas), sorprendentemente verdes contra la fachada azul y negra.

Pero Emilie se dio cuenta de que la floristería había cambiado en cuanto empujó la puerta y sonó la campana. En ese momento salían dos hombres, así que sostuvo la puerta abierta para dejarlos pasar. El primer hombre llevaba un ficus grande; rodeaba la maceta con las manos y su anillo de bodas de oro se reflejaba con la luz. Y tras él iba su marido con un bebé en una mochilita, durmiendo contra su pecho.

—Gracias —le dijo el segundo hombre a Emilie. él sonrió y ella vio que le faltaba una puntita del diente delantero. Sintió una oleada en el pecho.

—De nada —contestó Emilie y él se marchó.

Una joven estaba arreglando flores en el mostrador. Saludó a Emilie y ella le devolvió el saludo.

—Avísame si puedo ayudarte con algo —le indicó la joven antes de volver al trabajo.

La parte trasera de la tienda había sido despejada para ofrecer un espacio mucho más amplio. También había aumentado el inventario, ya no era solo una floristería. Emilie echó un vistazo a una pila de tarjetas tipográficas. Leyó las etiquetas de una hilera de velas y tomó una para olerla.

—?Emilie?

Oyó la voz y se dio la vuelta. Meredith estaba apoyando una planta de interior en el mostrador.

Se abrazaron.

—La tienda está preciosa.

—Gracias —respondió Meredith—. He estado muy ocupada.

—Ya lo veo.

—?Y tú qué?

—Yo también he estado ocupada. En realidad, acabo de comprar una casa.

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