Yerba Buena(91)
—Vale —aceptó Emilie—. Es solo que… echo de menos la comida.
él movió la cabeza hacia detrás y rio.
—?Te acuerdas de Zack? Ha abierto un local en La Cienega. Me ha robado la mitad de los platos.
—?Sirve ragú?
—Sí, el muy bastardo.
—Gracias por el consejo.
—Lo has pillado.
Dio un paso hacia atrás para mirarla antes de marcharse. Ella quería decirle que había encontrado una pasión, que se había enamorado, que ahora cocinaba a menudo para sí misma.
Se preguntó si algo de eso se reflejaría en ella.
—?Todavía haces arreglos florales?
—No —respondió—. Pero tengo flores en mi jardín.
—Así que te has mudado.
Recordó su diminuto estudio con las paredes sucias y las ventanas desnudas.
—?Pensabas que todavía vivía allí?
—No tenía ni idea. Lo único que he sabido de ti en estos últimos dos a?os es que una vez te fuiste a casa con mi jefa del bar.
—Alguien me delató.
—Bueno, es mi restaurante.
—Es justo.
—No puedo culparte. Todos querían llevársela a casa.
—Me enamoré de ella —explicó—. Sigo enamorada de ella. —Ahogó un sollozo y se llevó la mano a la boca—. Mírame —rio—. Han pasado a?os y sigo llorando.
él le quitó una lágrima de la mejilla. ?Siempre había sido tan dulce?
—Tengo que irme —anunció Jacob—. Mi familia…
—Los he visto.
—Me alegro de verte —agregó—. Es decir, verte es aterrador, ahora mismo tengo el estómago revuelto, pero también está bien. ?Puedes quedarte aquí unos minutos? No quiero que nos vean juntos.
Estaban rodeados de queso, leche, nata, filetes de carne y largas placas de pasta. Emilie se estremeció. Podía ver el vapor que provocaba su aliento. ?Qué estaba haciendo allí con ese frío?
—No —rio de nuevo—. No pienso esperar en una nevera. Puedes hacerlo tú si quieres.
Abrió la pesada puerta y salió al calor de la cocina.
Se abrió camino entre los friegaplatos y los cocineros; atravesó la barra, el vestíbulo curvo y luego las puertas que llevaban a los comedores. Había otra familia sentada en su reservado preferido, el 48. Pensó en Claire, en su traje de pedrería, preguntándole a Emilie los nombres de las flores. Vio el cielo, oscuro a través de las ventanas. Vio la luna y las nubes grises, la acera por la que había salido con Sara la noche en la que había aprendido lo que era estar segura. Vio el resplandor dorado de las velas sobre las mesas, las brillantes flores de los ramos. Y, finalmente, al otro lado del restaurante, Colette. Llamando su atención y haciéndole se?as.
La casa de Ocean Avenue fue puesta a la venta un miércoles por la ma?ana. Entró en depósito el viernes por la tarde con una oferta preventiva en efectivo tan alta que Randy se presentó en persona para darle la noticia a Emilie.
—El agente del comprador quiere saber si tienes otras propiedades en proceso —le dijo—. Asegura que nunca ha visto una restauración tan buena.
—Bien —contestó Emilie—. Me alegra oír eso.
Sin embargo, primero quería encontrar una casa propia.
Randy la condujo por Long Beach y por Los ángeles con su BMW. Ambos habían revisado las ofertas y tenían una agenda bastante larga como para llenar un día entero, organizado por barrios.
Primero iban a ver las casas de Long Beach, pero aunque a Emilie le encantaba su ciudad natal, se encontró pensando en sus abuelos. En lo lejos que habían viajado, en cómo se habían mudado de casa en casa hasta encontrar la que más se adecuara a ellos. Se dio cuenta de que Long Beach era algo demasiado conocido mientras estaba parada ante el recibidor de una casa con techos altos y suelos originales, una casa realmente encantadora que no quería poseer. Quería vivir en otra parte.
Volvieron al coche y siguieron la costa norte. En Rolling Hills había ranchos blancos con vistas al ca?ón. Cuadras y piscinas. Exquisito pero muy tranquilo, apartado de todo.
En Hermosa y en Manhattan Beach miraron peque?as casitas modernas con peque?os jardines delanteros, a un par de manzanas del mar. En Venice se detuvo a contemplar un estuco de cincuenta metros de Abbot Kinney que le encantó, pero en poco tiempo supo que quería más: más ventanas, más habitaciones, más espacio en el suelo que cubrir con alfombras, más espacio en la pared para colgar cuadros. Necesitaría un hogar que la consolara cada vez que terminara una casa nueva y la pusiera a la venta. Un lugar que pareciera un sue?o al que volver, noche tras noche.
Siguieron adelante.
Vieron algunas casas en Santa Monica.
A una la pasaron de largo.
Se dirigieron al este, alejándose del mar.
El tráfico se ralentizó en Pico, y Emilie miró la lista de direcciones que quedaban. Una en Beverly Hills, otra justo al lado de Sunset Strip. Algunas en Hollywood y varias en Silver Lake y en Echo Park.