Yerba Buena(79)
—Vale, sí.
—Y pronto tendremos que ir al hospital también.
—Pronto, sí. Tengo que ver a alguna gente.
Spencer dormía hasta mediodía casi todos los días y luego quedaba con amigos. Un día vació el abarrotado armario del vestíbulo, esparciendo todo su contenido. Sara pensó que había empezado a empacar, pero no, estaba buscando algo. Cuando ella le preguntó, le respondió que estaba buscando el casco de la bici. Quería creerle, pero le había estado ocultando secretos. Ni siquiera le había contado la historia completa de por qué lo habían arrestado. Ella intentaba preguntárselo una y otra vez siempre que podía.
?Quién estaba allí?
Solo Spencer, su novia y otra gente a la que conocían.
Y el hombre al que hirió, ?era amigo suyo?
No, ninguno lo había visto antes.
?Y cuán grave estaba?
Se lo llevaron corriendo en ambulancia; sangraba por un tajo en la cabeza.
?Me faltó al respeto?, le había explicado Spencer.
?Sí, pero ?cómo??, insistía Sara.
Nunca obtuvo respuesta. La novia de Spencer había roto con él y no se habían vuelto a ver después de esa noche, y todo se había sentido mal, muy mal.
Sara estaba ahora de pie junto a la ventana y lo vio alejándose, sin casco y sin preocupaciones. Su hermanito, un desconocido.
Se quedó encerrada en la casa, esperando descubrir por dónde empezar. Olvidó por qué estaba allí, por qué había vuelto cuando su vida estaba a ochocientos kilómetros. ?Qué era exactamente lo que pretendía hacer?
El tercer lunes, cuando Alison Tarr volvió a llamar, Sara finalmente respondió. Le dijo que sí, que iría al día siguiente.
Esperó a que Spencer volviera a casa esa noche. Oyó sus llaves al otro lado de la puerta. En cuanto él entro, le dijo: —Tenemos una cita ma?ana a las once en el hospital.
—?Para qué?
—Para hablar con la capellán.
—Vale, bien —dijo Spencer.
Pero por la ma?ana salió de su habitación, se sirvió una taza del café que Sara había preparado y le preguntó: —?Te importa si me quedo en casa?
Y Sara pensó que tal vez ese era el motivo por el que estaban juntos allí. Ella se encargaría de todo por los dos y quizás así compensaría el hecho de haberlo abandonado aquella vez. Tal vez, si ahora lo hacía lo mejor que podía, dejaría de verlo mientras la observaba partir, cada vez más peque?o en el retrovisor del coche de Grant.
—Sí —contestó Sara—. Claro, está bien.
Dejó el coche en el aparcamiento, el mismo en el que aparcaban cuando su madre se estaba muriendo. Entró en el hospital y la condujeron a un peque?o despacho con una Biblia, una Torá y un Corán. Alison Tarr se sentó frente a ella. Tendría sesenta y tantos, un rostro amable y una camisa abotonada hasta el cuello. Sara podría haber dicho que era una oyente experimentada y que confiaba en sus intenciones. Pero aun así…
—Las cenizas de tu padre están en la funeraria. Está solo a un par de manzanas de aquí. Te acompa?aré cuando terminemos —explicó Alison—. Me pidió que os dijera a ti y a tu hermano Spencer que deseaba que fueran esparcidas por el río que hay cerca de la casa. Ahora bien, no estoy segura de que sea legal, así que te aconsejo que lo compruebes. Pero quiero que sepas que era lo que quería. —Sara asintió—. Y esto —continuó Alison sacando un documento de una carpeta— es su testamento. Lo escribió aquí, en el hospital. La casa tiene una hipoteca inversa, pero aun así podéis sacar un peque?o beneficio si la vendéis. Os la ha dejado a Spencer y a ti a partes iguales. También tiene una camioneta Ford de 1993, por lo que entiendo. Esa te la ha dejado a ti.
—?No a los dos?
—No, solo a ti.
Sara se clavó las u?as en las palmas de las manos.
—Y ahora —prosiguió la mujer—, ?puedo preguntarte si tienes a alguien para que te apoye con todo esto?
Sara asintió.
—Mi hermano está en casa.
Pero en ese momento recordó a Emilie llevándola al jardín, extendiéndole una manta en el regazo y ofreciéndole té.
—Quiero que tengas mi tarjeta —afirmó Alison—. Si te surge alguna pregunta, si hay algo que quieras saber sobre los últimos días de tu padre, llámame a cualquier hora. Mantuvimos varias conversaciones antes de que falleciera.
—No estábamos en contacto.
—Sí —dijo la capellán—, a veces eso hace que la pérdida sea más difícil.
Sara se giró hacia la única ventana que había en el despacho y que daba al aparcamiento del personal.
—?Por qué me dejó la camioneta? —preguntó.
—No me lo dijo. Lo siento, no lo sé.
De vuelta en el aparcamiento, Sara dejó las cenizas de su padre en el suelo delante del asiento del copiloto. Encendió el móvil por primera vez desde que había vuelto. En Guerneville siempre lo tenía apagado, lo único que hacía era buscar cobertura. Esperó a que se encendiera y pronto aparecieron diferentes notificaciones en la pantalla: mensajes de sus amigos de Los ángeles, correos de restaurantes y un mensaje de voz con el nombre de Emilie.