Yerba Buena(77)
Emilie se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y Sara notó que le temblaba la mano. No lo entendió, ?por qué temblaba?
Notó que se le contraía de nuevo el pecho. Se dijo a sí misma que todo iría bien.
—Puede que me vaya durante un tiempo. Tenemos que ver lo de la casa, averiguar qué haremos con todo. Prepararla para venderla…
Tomó un sorbo de café. Tragó.
Ahora, pensó Sara.
Pero solo hubo silencio.
—Me encantaría ayudarte —continuó Emilie—. Como pueda. —Sara esperó. Había muchos modos en los que Emilie podría decirlo. Pero Emilie no la estaba mirando, había juntado las manos en su regazo—. ?Puedo cuidar de tu apartamento? ?Necesitas que riegue las plantas?
—No. Eso no me hace falta. Mi vecino me lo debe.
—Vale —dijo Emilie, asintiendo. Sara oyó una ligereza forzada en su voz. Se había formado una arruga entre las cejas de Emilie. Sara quería alisarla, pero mantuvo las manos alrededor de la taza.
—Puedes venir conmigo si quieres.
No eran las palabras adecuadas, lo supo en cuanto las pronunció. Pero aun así, eran algo. Era todo lo que podía hacer.
—Ah —murmuró Emilie—. Gracias. Pero no quiero entrometerme. Estarás allí con Spencer.
Los latidos acelerados de Sara dieron paso al vacío. Emilie estaba diciendo algo sobre prepararles comida para el viaje. Algo sobre que llamara en cuanto llegara.
—No hay cobertura allí. Y no sé si el teléfono funcionará.
—Vale —continuó Emilie—. Pues no te preocupes por llamar.
Sara se estaba vistiendo, tenía por delante un largo trayecto hasta su casa, el umbral que se vería obligada a cruzar de nuevo, las cenizas de su padre, el río del que había salido el cuerpo y todavía la aterrorizaba.
Pronto estuvieron fuera en los escalones delanteros. Había cierta distancia en el rostro de Emilie que Sara no entendía. Sara la besó, tenía un sabor salado.
Le dolía demasiado. Sara se dio la vuelta. Recordó aquel día en el jardín, en el que les había hablado a Colette y a Emilie acerca de sus padres. Aquella vez había tenido que salir corriendo hacia el ba?o de la planta baja. Se había mojado la cara con agua fría y se había mirado largamente en el espejo para volver a sí misma. Esto era mucho peor.
Allí, ante ella, estaba la calle amplia. Más allá estaba el océano, azul y brillante. Solo tenía que dar un paso cada vez, llegar al primer escalón y después al segundo.
Ya estaba en la acera, con las llaves en la mano, la puerta del coche abierta y el motor en marcha.
Vio a Emilie por el retrovisor. Seguía allí. Seguía mirándola. Tal vez, todavía hubiera tiempo para que Sara se diera la vuelta. En algún momento de la última hora se había producido un malentendido, pero no sabía exactamente qué había sucedido. Le era imposible decir cómo recuperarse. El rostro de Emilie era imposible de leer. Tras ella, la casa se elevaba grandiosamente desde la calle. Había sido un regalo, cada vez que llegaba y todos los pájaros la saludaban al entrar. Había sido una alegría absoluta: besar a Emilie, abrazarla, andar descalzas sobre los tablones del suelo, compartir comidas, lavar los platos. Y ahora, al alejarse con el coche, todo era solitario (y horrible).
Salieron de Los ángeles, condujeron por las monta?as, pasaron campos y se?ales pintadas a mano sobre Jesús y la sequía, y atravesaron el rancho de ganado con su horrible hedor. Pantanos. Huertos. Condujeron junto a camioneros, familias y gente sola que realizaba el viaje a través de la vasta extensión del centro de California.
Tras siete horas, Spencer levantó el móvil.
—No hay cobertura —comentó—. Debemos de estar cerca de casa.
Cruzaron el puente verde y giraron hacia River Road. Ahí estaba el cartel del bosque de Armstrong. Sintió un impulso agudo y urgente de virar hacia allí. Ahora mismo. Antes de ir a la casa. En lugar de eso, giró inmediatamente a la derecha y luego a la izquierda por un camino estrecho, hacia el lugar en el que habían vivido.
Allí estaba el buzón rojo. Esta vez condujo hasta la puerta y aparcó delante de la casa. La camioneta de su padre estaba en el camino de entrada.
—No puedo creer que todavía tuviera esa camioneta —dijo Sara.
—Le encantaba ese trasto.
Pusieron las maletas en el porche delantero. Spencer sacó la llave que había guardado y abrió la puerta. él entró primero.
Sara esperó.
Respiró hondo.
Lo siguió.
Era tal como la recordaba. Primero le llegó el aroma a humedad, a madera y a tabaco.
Dio otro paso hacia el interior. El sofá gris de la sala de estar, la mesa del rincón del desayuno, el pasillo oscuro. Spencer dejó sus cosas en la sala de estar y agarró el teléfono inalámbrico. Desapareció en su habitación y Sara se dirigió a la suya, vacilando fuera de la puerta cerrada, justo donde estaba su padre la última vez que lo había visto. ?Qué habría estado pensando él mientras miraba por el pasillo? ?Qué había querido decirle con ese dibujo? Nunca había intentado encontrarla. Nunca la había llamado, a pesar de que podría haberle pedido el número a Spencer. Cuando cumplió los dieciocho, había salido de su escondite. Pensó en su voz en el teléfono. ??Sara??. Podría haber pulsado el botón de rellamada. Podría haberlo intentado. Pero ella había tomado la decisión de huir y él había dejado que desapareciera.