Yerba Buena(75)
UNA TORMENTA Y EL RíO
Una tarde, unos meses después de su cumplea?os, a Sara le sonó el móvil. Era una mujer, capellán del hospital, franca pero amable. Sara se levantó del sofá y fue hasta la habitación de Spencer. Se quedó en el marco de la puerta y puso el altavoz para que él se sentara en la cama y escuchara.
Su padre había muerto.
Se había pasado una semana en el hospital, había estado lúcido hasta el final y no había intentado contactar con ellos. Había dejado un testamento y la voluntad de ser incinerado. Ya había pagado para cubrir los gastos.
—Avisadme cuando podáis venir —dijo la mujer y Sara le aseguró que lo harían.
Sara necesitaba sentarse. Se tendió en el sofá y dejó el móvil. Spencer estaba de espaldas a ella, en la ventana, mirando su reflejo, o la fuente o la noche, no habría sabido decirlo. Pensó en la primera vez que Spencer había ido a quedarse con ella. Le había mostrado el futón del apartamento de Venice y él había esperado la llamada de su padre. Pensó en cómo se le había aparecido su padre, como un fantasma en su sala de estar. Pero ahora se había ido de verdad.
—Tenemos que volver —declaró Sara.
Después de que Spencer se durmiera, Sara fue a casa de Emilie, quien le preparó té y la llevó al jardín. Sara bebió, el té le calentó la garganta, y luego lloró tanto que tuvo que jadear para tomar aire. La palpitación que sentía en el pecho, las lágrimas que le resbalaban por el rostro. Le pareció algo desconocido. No había llorado en diez a?os y ahora era como una tormenta.
Más tarde, en la habitación de Emilie, Sara quería hablar. La puerta del balcón estaba abierta, las cortinas flotaban en medio de la oscuridad. Mientras se paseaba por la habitación, notaba la madera bajo sus pies descalzos. El ritmo constante de su corazón. Era elemental. Abriría la boca y saldría la verdad. Tenía que hacerlo, ya no podía contenerse.
—Lo último que le oí decir fue mi nombre. Mi nombre como una pregunta. A través del teléfono, antes de que yo misma colgara.
Emilie estaba sentada sobre el colchón con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. Sara sintió que esperaba más, pero no sabía qué más decir.
—?Era cruel contigo? —quiso saber Emilie—. ?Por eso te marchaste?
—Normalmente, no. Era más ausencia que crueldad. Pero antes de que yo me fuera hizo algo… todavía no lo entiendo.
Pero ?cómo podría hablarle a Emilie del dibujo sin contárselo todo? Tenía que encontrar un punto de partida.
En el exterior, un coche pasó a toda velocidad forzando el motor.
Vale, se dijo a sí misma. Empieza.
—Mi madre fue adicta a la heroína durante la mayor parte de mi vida, pero yo no lo sabía. De algún modo, se las arreglaron. Mi padre sabía cuánto darle. Y ella sabía cómo consumirla y seguir ocupándose de nosotros. Luego fue a rehabilitación durante un tiempo. Llegué a casa de la escuela (estaba en sexto) y ella, que acababa de volver, me lo explicó todo. Me explicó cómo funcionaba la adicción, cuánto deseaba mantenerse limpia. Y mi vida empezó a tener más sentido. Le encontré sentido a las marcas que tenía en los brazos. A por qué se encerraba en el ba?o. A todo. A la gente que se presentaba en nuestra puerta en mitad de la noche necesitando algo de mi padre. A por qué la policía siempre estaba por los alrededores y a por qué mi madre tenía que marcharse a veces. Cuando terminó de explicármelo, extendió los brazos y fue… como si yo fuera ese órgano que le faltaba y ahora estaba de nuevo dentro de su cuerpo. Sentí que ambas podríamos sobrevivir mientras estuviéramos juntas.
Sara cerró los ojos, concentrándose en el suelo de madera que tenía bajo los pies; necesitaba un anclaje. Solo así podría volver a la sala de estar de la casa de su infancia. A su casa con su madre. A los anillos plateados que tenía en los dedos cuando abrazaba a Sara y le acariciaba el pelo. ?Ahora estoy aquí?, le había dicho a Sara. Lo repetía una y otra vez.
—Se mantuvo sobria, pero enfermó de todos modos. Probablemente ya estuviera enferma entonces, solo que no lo sabía. O tal vez sí, y no quiso decírmelo. No estoy segura. Pero estuvo mucho tiempo en el hospital y yo me quedé allí con ella hasta que todo terminó. Entonces pasé a ser un órgano sin cuerpo. Algo que moriría. Pero Spencer tenía solo cinco a?os y nuestro padre apenas podía mirarnos. Supongo que era su modo de lidiar con lo sucedido. Salía con sus amigos, empezó a pasar noches fuera. Así que yo hice todo lo que había hecho mi madre. Cocinaba, iba al supermercado y acostaba a Spencer. Me aseguraba de que tuviera ropa limpia. Le lavaba los dientes.
Era increíble cómo todos esos hechos de los que nunca había hablado salían en forma de frases que tenían sentido. A lo largo de su vida le habían parecido demasiado terribles. Como si hablar de ello en voz alta los hiciera realidad. Como si ya no hubieran sido realidad todo el tiempo.