Yerba Buena(64)
Aquella ma?ana de verano. La voz de Sara. Su rostro cuando Emilie levantó la mirada de las flores para verla por primera vez.
El modo en que habían encajado sus manos cuando las habían estrechado al presentarse.
Y luego aquella noche. Sara apareciendo detrás de la barra.
Y la manera en la que Sara había mirado la copa de Emilie. ?La menta verde es un poco más fuerte, más intensa. La yerba buena es más delicada?.
Aquella noche, avanzando.
?Me gustaría prepararte otro, pero no quiero que te emborraches?.
Sara agarrándola de las caderas, acercándola a ella.
?Solo es un corte?.
Emilie se movió desde la silla rosa que había bajo la ventana de Alice, y fue hasta la cama. Eran poco después de las diez. Marcó el número del Yerba Buena en el móvil.
Ya había pasado bastante tiempo lamiéndose las heridas. Llamaría y pediría hablar con Sara. Quedarían para tomar un café o simplemente para hablar por teléfono. Lo que había pasado aquella noche seguramente habría sido un accidente, un error o un malentendido. Una conversación lo aclararía todo y, entonces, sin importar lo que ocurriera después entre ellas, al menos Emilie lo entendería.
Pulsó el botón de llamada.
—Buenas tardes, soy Richard del Yerba Buena. ?Qué puedo hacer por usted esta noche?
—Hola, Richard —lo saludó Emilie, aliviada por oír un nombre que no conocía—. Llamo por Sara. ?Trabaja esta noche?
—?Sara Foster?
—Sí.
—Ya no trabaja aquí.
—Ah —murmuró Emilie—. Lo siento. Gracias.
Colgó. Se frotó la cicatriz del pie.
Está bien, se dijo a sí misma, aunque se sentía incapaz de soportar el dolor.
Está bien.
Emilie compró la mansión de Ocean Avenue. Tenía cinco dormitorios, tres ba?os, dos salas de estar, una recepción, un estudio y una cochera. Había también una cocina con una estufa antigua y un comedor con una hilera de ventanas que daban a las extensas enredaderas de moras, una palmera caída y un arce moribundo. Estaba en tan mal estado que la describían como ?especial para contratistas? y no la mostraban al púbico en general.
Randy, Ulan y Emilie pasaron tres horas examinando los cimientos, las grietas en el yeso, las ca?erías y el techo. Necesitaría un sistema eléctrico y un sistema de fontanería totalmente nuevos, que le reemplazaran las tejas, y ser atornillada en los cimientos en caso de terremoto.
Por suerte los cimientos eran sólidos excepto por algunas grietas, lo esperable en un edificio de esa antigüedad. Había capas de pintura pelándose y papel de pared estropeado, pero ese era un problema conocido. Los suelos de madera estaban rayados y manchados. Los ba?os habían sido reformados en los ochenta. Pero, en definitiva, la casa no estaba podrida. No se iba a derrumbar.
—?Estoy loca? —le preguntó Emilie a Ulan.
—Puedes hacerlo —respondió él.
Consiguió un préstamo de un contratista: cuatrocientos mil dólares a corto plazo y con intereses altos. El resto del dinero de la casa de Claire lo destinaría a la restauración y luego la vendería.
El dinero importaba, por supuesto, pero la emoción que recorría a Emilie provenía de los huesos del lugar, del proyecto que había ideado para él. De las columnas de madera tallada y los techos altos. De toda esa luz natural. De la gran escalera curva. Un montón de habitaciones: algunas amplias, otras peque?as y escondidas.
Ya podía visualizar en qué se convertiría.
Llamó a Alice y a Pablo, que se pasearon por los ambientes murmurando ?madre mía, madre mía?. Alice abrió la puerta del dormitorio principal, probó el balcón para asegurarse de que era estable y, juntos, los tres amigos salieron a disfrutar de las vistas al mar.
—Vas a sacar un montón de dinero —comentó Pablo.
—Quedará espectacular —opinó Alice.
—Lo sé —respondió Emilie—, lo sé.
Tenía pocas pertenencias; no había llegado a instalarse en casa de Claire, por lo que la mudanza terminó un par de horas después de haber empezado. Eligió una peque?a sección de la mansión para vivir, un dormitorio de la planta de arriba junto a un ba?o funcional. Colocaría su mesa redonda en un rincón del comedor en el que no pareciera ridículamente peque?a.
Todo aquello era temporal. Disfrutaría de la magnífica ruina de su casa mientras durara. La haría brillar. Y la soltaría.
Ulan y ella elaboraron los planos. Ahora él estaba oficialmente jubilado, pero su voz se animaba cuando se sentaban juntos a la mesa, bebiendo té y discutiendo todo lo que tenían que hacer.
—En toda mi vida nunca he trabajado en una casa como esta —afirmó.
Un mes después (cuando acabaron el trabajo de demostración y ya habían limpiado el polvo), Colette volvió a Los ángeles. Tenía el pelo aclarado por el sol y la piel más oscura. No llevaba maquillaje. Incluso su sonrisa había cambiado, ahora era más amplia.