Espejismos(81)



—No te preocupes. —Se acerca a mí—. No te preocupes por nada. He sacado las cosas del maletero; el antídoto está en la alacena, el líquido rojo está… fermentando, y a?adiré la hierba el tercer día, como me dijiste. Aunque quizá ni siquiera lo necesitemos, ya que estoy segura de que todo saldrá según lo planeado.

Cuando la miro y veo la sinceridad de sus ojos, me alivia saber que puedo dejar las cosas en sus manos.

—Así que vuelve a Summerland y deja que yo me encargue del resto —me dice al tiempo que me rodea con los brazos para estrecharme con fuerza—. Además, ?quién sabe? Quizá algún día regreses a Laguna Beach y volvamos a encontrarnos.

Se echa a reír después de decirlo. Me gustaría hacer lo mismo, pero no puedo. Lo extra?o de las despedidas es que nunca resultan fáciles.

Me aparto y asiento en lugar de decir algo, porque sé que si pronuncio una palabra más me vendré abajo. Apenas consigo mascullar triste ?Gracias? antes de dirigirme a la puerta.

—No tienes que agradecerme nada —replica Ava mientras me sigue los pasos—. Pero ?estás segura de que no quieres ver a Damen una última vez?

Me doy la vuelta con la mano en el picaporte; lo pienso un momento antes de respirar hondo y sacudir la cabeza. Sé que no tiene sentido prolongar lo inevitable, y me da muchísimo miedo ver la acusación en su rostro.

—Ya nos hemos despedido —le digo antes de salir al porche para encaminarme hacia el coche—. Además, no tengo mucho tiempo. Aún necesito hacer una última parada.





Capítulo cuarenta y cuatro


Doblo por la calle de Roman, aparco frente al camino de entrada y corro hacia la puerta principal para echarla abajo de una patada. Observo cómo se astilla la madera antes de que la puerta quede colgando de las bisagras y se abra ante mí. Albergo la esperanza de pillarlo desprevenido para poder golpear todos sus chacras y acabar con él de una vez por todas.

Avanzo despacio sin dejar de mirar a mi alrededor. Me fijo en las paredes, pintadas del color de la cascara del huevo, en los jarrones llenos de flores de seda, en las láminas tama?o póster con la firma de los ?sospechosos habituales?: Noche estrellada, de Van Gogh; El beso, de Gustav Klimt; y también una enorme reproducción de El nacimiento de Venus, de Botticelli, protegida por un marco dorado y situada encima de la repisa de la chimenea.

Por extra?o que parezca, todo me resulta bastante normal, así que no puedo evitar preguntarme si me habré equivocado de casa. Esperaba algo extravagante, escabroso, un conjunto postapocalíptico con sofás de cuero negro, mesas cromadas, muchísimos espejos y obras de arte desconcertantes… Algo más moderno, más siniestro. Cualquier cosa menos este tranquilo palacio de cretona en el que no logro encajar a alguien como Roman.

Recorro la casa y compruebo todas las habitaciones, todos los armarios; incluso miro debajo de la cama. Cuando queda claro que no está aquí, vuelvo a la cocina, busco sus reservas de elixir y las arrojo al fregadero. Sé que es algo pueril, un sinsentido que no supondrá la más mínima diferencia, ya que todo volverá atrás en cuanto me vaya. Pero, aunque solo suponga una leve inconveniencia, por lo menos sé que esa inconveniencia la habré causado yo.

Luego rebusco en los cajones en busca de un trozo de papel y un bolígrafo, porque necesito hacer una lista de las cosas que no se me pueden olvidar. Un sencillo grupo de instrucciones que no resultarán demasiado confusas para alguien que probablemente no recordará lo que significan, y que sin embargo serán lo bastante claras y concisas como para evitar que repita los mismos y terribles errores de nuevo.

Escribo:

1. ?No vuelvas a por la sudadera!

2. ?No confíes en Drina!

3. ?No vuelvas a por la sudadera bajo ningún concepto!

Y luego, para no olvidarlo por completo y con la esperanza de que active algún resorte en mi memoria, a?ado:

4. Damen

Y después de repasarlo otra vez (y una vez más) para asegurarme de que está todo y de que no he pasado nada por alto, doblo el papel en un cuadradito, me lo guardo en el bolsillo y me acerco a la ventana. Cuando miro hacia arriba, veo que el cielo ha adquirido un tono azul oscuro sin rastro de sol y que la luna llena flota a un lado. Luego respiro hondo y me dirijo hacia el horrible sofá de cretona. Sé que ha llegado el momento.

Cierro los ojos y estiro los brazos hacia la luz, impaciente por experimentar esa gloria resplandeciente una última vez. Aterrizo sobre las suaves briznas de hierba de ese campo vasto y fragante. Gracias a su suavidad y su exuberancia, corro, brinco y doy vueltas por el prado; hago piruetas, saltos mortales hacia atrás y hacia delante. Acaricio con los dedos las maravillosas flores de pétalos palpitantes e inhalo su deliciosa esencia mientras paseo entre los árboles vibrantes que flanquean el arroyo lleno de colores. Tengo la intención de verlo todo, de memorizar hasta el último detalle. Desearía que hubiera una forma de guardar este maravilloso sentimiento y conservarlo para siempre.

Luego, como tengo poco tiempo y necesito verlo una última vez, estar con él como antes, cierro los ojos para hacer aparecer a Damen.

Lo visualizo tal y como apareció por primera vez ante mí en el aparcamiento del instituto. Comienzo por su brillante cabello oscuro, que se ondula alrededor de sus pómulos y llega justo hasta sus hombros; sigo con sus oscuros y profundos ojos almendrados, que ya por entonces me resultaban extra?amente familiares. ?Y los labios! Esos labios carnosos e incitantes con la forma perfecta del arco de Cupido. Y ese cuerpo grande y musculoso… El recuerdo es tan intenso, tan tangible, que cada matiz, cada poro de su piel está presente.

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